sábado, 14 de febrero de 2009

Aborto Fallo Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina sobre el caso Gallo

ABORTO
CÁMARA NACIONAL EN LO CRIMINAL Y CORRECCIONAL - SALA VII
REVOCA SOBRESEIMIENTO DE PRIMERA INSTANCIA
CASO “GALLO, N.”
El aborto es un delito de acción pública –particularmente un atentado “contra la vida”- y el sumario debe resultar instruido. Obligación del médico de efectuar la denuncia policial.
Buenos Aires, 17 de abril de 2007.-
Y VISTOS:
I.
Han arribado las actuaciones a conocimiento del Tribunal a raíz del recurso interpuesto por el señor fiscal (fs. 33), contra la resolución dictada a fs. 31/32, por la cual la señora juez de la instancia anterior dictó el sobreseimiento de la imputada Gallo, por la causal establecida en el art. 336, inciso 5°, del Código Procesal Penal.
Mantenido el recurso esta alzada, el señor fiscal general, Dr. Norberto Julio Quantin, presentó el memorial que corre a fs. 40.
Según las constancias de la causa, el 1° de octubre de 2006, la nombrada Gallo ingresó al Hospital “Argerich” de esta ciudad con diagnóstico de aborto incompleto y un cuadro “febril y [de] dolor abdominal”, ocasión en la que le refirió al facultativo que la atendiera que para realizar una maniobra abortiva –cursaba la undécima semana de gestación- se había colocado una sonda.
En el citado nosocomio se procedió a efectuarle un raspado evacuador, además de dispensarle un tratamiento antibiótico y antitérmico, y se dio intervención a la División Comando Radioeléctrico de la Policía Federal. A consecuencia de ello se constituyó en el lugar el personal respectivo de la Comisaría 24° de esta ciudad, según la declaración del subinspector César Nieva (fs. 1), quien recogió el informe del médico de guardia.
En el interlocutorio puesto en crisis, el sobreseimiento de Gallo reposó sustancialmente en la conclusión que se extrae del fallo plenario dictado por esta Cámara del Crimen en el caso “Natividad Frías” y particularmente en la circunstancia de que se podía “inferir que ante la seriedad de su estado de salud la imputada tuvo la necesidad de concurrir al nosocomio para preservar su salud”.
La argumentación del Ministerio Público Fiscal, contrariamente, transitó por la inaplicabilidad actual del plenario “Frías”; la obligación de denunciar por el médico como excepción al principio de guardar secreto; la circunstancia de que la concurrencia al hospital no resultó sino la consecuencia del propio accionar de la causante; y el rango constitucional que ostenta actualmente la protección de las personas por nacer, de modo que, acorde a los dictámenes lucientes a fs. 33 y 40, se bregó por la revocación del sobreseimiento y la prosecución de las actuaciones.

II.
Una inveterada discusión:
No es nueva la controversia doctrinaria y jurisprudencial vinculada a la posibilidad de instruir sumario criminal cuando se tiene por base el anoticiamiento formulado por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho perpetrado por el paciente, en el propio ejercicio de la profesión.
En el ámbito capitalino la problemática se debatió hace mucho en esta Cámara del Crimen en ocasión del fallo plenario dictado en el caso “Natividad Frías”, del 26 de agosto de 1966, en el que predominó la tesis negativa por una muy ajustada mayoría (nueve votos contra ocho). Allí se dejó sentada la doctrina según la cual “no puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo –oficial o no- , pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de sus coautores, instigadores o cómplices”.
Tan discutida es la cuestión que, hasta hoy, a más de las distintas posiciones doctrinarias, existe jurisprudencia absolutamente divergente. Así, en el sentido análogo al criterio fijado en “Frías”, por caso, puede citarse el plenario de la Cámara Penal de San Martín del 5-7-1985, en autos “L., D.B.” (J.A. 1985-III-282); el pronunciamiento del Tribunal Superior de la Provincia del Neuquén, por ajustada mayoría, causa “M., M.E.”, del 14-4-1988 (E.D. 129-388); el del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, Sala I, causa n° 6353, del 26-11-2002; el pronunciamiento de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires, en “E., A.T.”, por mayoría, del 7-6-2006 (L.L. 2006-D-181); y recientemente el de la Cámara de Apelación en lo Penal, Sala Tercera, de la ciudad de Santa Fe –“D.,R.B.s/aborto”, del 22-12-2006.
De igual modo, como postura contraria al criterio sentado en “Frías”, puede verse el plenario de la Cámara de Apelación en lo Penal de Lomas de Zamora, del 2-7-1981, en la causa “Marturano” (J.A. 1981-IV-454); el plenario de la Cámara Penal de Morón, en los autos “R.,R.”, del 8-5-1986 (J.A. 1986-III-593); y lo sostenido por la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Santa Fe, por unanimidad, en el caso “Insaurralde”, del 12-8-1998 (L.L. 1998-F-547).
Esta Cámara del Crimen ha sostenido en numerosas oportunidades la doctrina elaborada en el plenario “Frías” (sólo por caso, de los últimos años, de la Sala I, causa “Katz”, del 8-3-2004 –inclusive con mayores alcances, como se verá-; de la Sala IV, causa “Ferrara”, del 19-3-2004; de la Sala V, causa “Sautu”; del 8-2-2007; y de la Sala VI, causa “Ayardu”, del 8-2-2005).
Cierto es que el temperamento adoptado por la mayoría en “Frías” es reiteradamente aplicado por nuestros tribunales, como lo es también que su falta de obligatoriedad viene dada por el dictado de la ley 24.050 (art. 10), en tanto es la Cámara Nacional de Casación Penal, en todo caso, la habilitada para uniformar la doctrina, sin que en tal sentido exista un pronunciamiento plenario al respecto por ese Tribunal en torno al tema que aquí se abordará.
Así, puesto que se trata a juicio del Tribunal de uno de los denominados “casos difíciles”, donde las argumentaciones en favor de una u otra postura pueden adquirir relevancia (en tal sentido, ver Bidart Campos, Germán J., Denuncia de un delito que tuvo noticia el médico por evidencias corporales de su paciente, en La Ley, 1999-B-164, donde recomienda para el caso la lectura del trabajo de Ricardo Lorenzetti, El juez y las sentencias difíciles. Colisión de derechos, principios y valores, en La Ley, 1998-A-1039), bien vale ingresar nuevamente en el estudio de la cuestión en aras de establecer la doctrina aplicable al caso, aun cuando no pocos de los argumentos ya han sido desarrollados en las posturas habidas desde antaño sobre el tópico.
Ello, con la aclaración de que no se trata sino exclusivamente de examinar si se puede instruir sumario en las condiciones aludidas, más allá de las particularidades que cada caso pudiere ofrecer en torno a la responsabilidad penal de los intervinientes.
De modo que se impone revisar la doctrina del plenario “Frías” y los criterios jurisprudenciales habidos a su amparo, como en el supuesto del sub examen, no por el mero hecho de haber transcurrido más de cuarenta años desde ese pronunciamiento, sino fundamentalmente a partir de los valores reconocidos desde el año 1994 en la Constitución Nacional – en particular los instrumentos de derechos humanos-, los criterios de su más alto intérprete judicial y las pautas procesales y reglamentarias actuales, de las que, como se dijo, surge la falta de obligatoriedad de la doctrina establecida en el caso “Frías”.
2. La argumentación afín al plenario “Frías”:
Cuando los tribunales adoptan el criterio según el cual en la situación aludida no puede instruirse sumario en contra de la mujer, como en “Frías”, generalmente se invoca que la regla es el secreto profesional y la excepción resulta ser el deber de revelarlo frente a una justa causa; que debe aplicarse la primacía del derecho material (prohibición de la revelación de un secreto por la ley sustantiva) sobre el derecho formal (obligación de denunciar salvo que el profesional hubiera accedido a ese conocimiento mediante el secreto); que no puede fundarse una sentencia en una denuncia que trasunta un hecho (la revelación) que la ley reputa delito; que la presentación de una persona en un hospital público revelando haber cometido un delito, implica una autoacusación forzada para preservar su propia vida, en detrimento de la respectiva garantía reconocida en el art. 18 de la Constitución Nacional; que no puede presumirse que quien viola la ley penal asuma como riesgo el tener que renunciar a un derecho o garantía constitucional, al acudir a un hospital o manifestarle al médico el origen de la afección; que la atención médica ocurre en una situación de necesidad y por lo tanto no existe el deber de denunciar y sí el de guardar secreto, porque la denuncia expone a ese necesitado a un proceso penal y a la privación de su libertad, de modo que debe priorizarse la salud del paciente; o que las mujeres de escasos recursos son discriminadas, en la medida en que los abortos clandestinos tienen menores expectativas de higiene y salubridad y que su concurrencia a un hospital público las enfrenta a una denuncia penal, mientras que quienes abortan en clínicas privadas resultarán beneficiadas con el secreto de los profesionales.

La multiplicidad de normas a relevar:
Liminarmente, debe resaltarse el singular mosaico de normas y valores subyacentes que, a la par de la incidencia que pudieren ejercer en la resolución del problema planteado, juegan también a favor de cierta confusión, atendiendo a la inteligencia que pudiere acordarse a los textos legales con injerencia en la cuestión debatida, particularmente en el ámbito de las normas procesales.
En ese sentido y aun con las disposiciones vigentes al tiempo de dictarse el plenario “Frías”, el juez Lejarza ya aludía a que las mandas legales “hacen llamativa gala de excepciones y reservas”.
Esto ha motivado que Soler -que se ha inclinado por un parecer en consonancia con el aludido plenario- estimara que la revelación del secreto profesional sea uno de los temas que mayores contradicciones en la interpretación ha provocado, al interrogarse cuándo existe violación punible del secreto y cuándo el deber de denunciar (Derecho Penal Argentino, TEA, Buenos Aires, 1978, tomo IV, pág. 117).
Conviene entonces que tales pautas legales sean traídas aquí, inclusive por las actualizaciones que puedan caber si lo que se refleja es una doctrina plenaria a mérito de una legislación habida hace más de cuatro décadas. Véase.
El art. 18 de la Constitución Nacional establece que “Nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”.
Su art. 33 prescribe que “las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”. (Es por todos conocido que el “derecho a la vida”, conforme el dispositivo constitucional aludido, emerge de los denominados “derechos implícitos”, aludidos en esta norma y que de aquél derecho se desprende a su vez el derecho a la salud).
El art. 75, inciso 22, de la Constitución Nacional, enumera los instrumentos internacionales de derechos humanos que tienen jerarquía constitucional.
Así, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre establece que “todo ser humano tiene derechos a la vida, a la libertad y a la integridad de su persona” (art. I) y que “toda mujer en estado de gravidez o en su época de lactancia, así como todo niño, tienen derecho a la protección, cuidado y ayuda especiales” (art. VII).
A su vez, se establece que “toda persona tiene derecho a que su salud sea preservada por medidas sanitarias y sociales, relativas a la alimentación, el vestido, la vivienda y la asistencia médica...” (art. XI).
La Declaración Universal de Derechos Humanos prescribe que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y seguridad de su persona” (art. 3).
También prevé el derecho a “la asistencia médica” (art. 25).
La Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que “toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente” (art. 4.1).
Entre las denominadas “garantías judiciales”, el mentado Pacto de San José de Costa Rica estatuye el “derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable” (art. 8.1.g).
A su vez, tal Convención establece en su art. 32, bajo el epígrafe “Correlación entre deberes y derechos”, que “los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática” (art. 32.1).
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales prevé que entre las medidas que deberán adoptar los Estados Partes, hállase “la creación de condiciones que aseguren a todos asistencia médica y servicios médicos en caso de enfermedad” (art. 12.2.d).
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos prescribe que “el derecho a la vida es inherente a la persona humana. Este derecho estará protegido por la ley. Nadie podrá ser privado de la vida arbitrariamente” (art. 6.1) y que “no se impondrá la pena de muerte por delitos cometidos por personas de menos de 18 años de edad, ni se la aplicará a mujeres en estado de gravidez” (art. 6.5).
Además, ese Pacto prevé que “durante el proceso, toda persona acusada de un delito tendrá derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas:...A no ser obligada a declarar contra sí misma ni a confesarse culpable” (art. 14.3.g).
La Convención sobre los Derechos del Niño establece que “es niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad...” (art. 1), disposición que según la ley 23.849, que aprueba la Convención, “debe interpretarse en el sentido que se entiende por niño todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años de edad”.
La citada Convención también prescribe que “los Estados Partes reconocen que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida” (art. 6.1); “garantizarán en la máxima medida posible la supervivencia y el desarrollo del niño” (art. 6.2); “adoptarán todas las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio...” (art. 19); y “adoptarán todas las medidas eficaces y apropiadas posibles para abolir las prácticas tradicionales que sean perjudiciales para la salud de los niños” (art. 24.3).
Asimismo, el “interés superior del niño” se desarrolla en el articulado de la Ley 26.061, de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, cuyo primer derecho reconocido es el de la vida (art. 8), además de remitir a la Convención de los Derechos del Niño, en toda decisión judicial –entre otras- que se adoptare respecto de las personas hasta los dieciocho años de edad (art. 2).
Igualmente, se establece la prioridad en la protección jurídica cuando los derechos de los niños “colisionen con los intereses de los adultos” (art. 5, inciso 2°) y se afirma que las disposiciones de la ley se aplicarán a todos los niños “sin discriminación alguna”, fundada, por caso, en su edad (art. 28).
En cuanto a la legislación sustantiva, el Código Penal establece en su art. 71 que “deberán iniciarse de oficio todas las acciones penales” con excepción de las que dependieren de instancia privada y las acciones privadas (en ninguna de estas últimas categorías se incluye el delito de aborto), mientras que la violación de secretos es un delito de acción privada (arts. 73, inciso 2° y 156 del Código Penal).
El art. 85, inciso 2°, reprime al que “causare un aborto...si obrare con consentimiento de la mujer”.
Su art. 88 penaliza a “la mujer que causare su propio aborto o consintiere en que otro se lo causare”.
El art. 156 reprime al que “teniendo noticias, por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte, de un secreto cuya divulgación pueda causar daño, lo revelare sin justa causa”.
El art. 249 del Código Penal sanciona al “funcionario público que ilegalmente omitiere, rehusare hacer o retardare algún acto de su oficio”.
El art. 274 penaliza al “funcionario público que, faltando a la obligación de su cargo, dejare de promover la persecución y represión de los delincuentes”.
A su vez, entre otros supuestos del delito de encubrimiento, se reprime al que “no denunciare la perpetración de un delito o no individualizare al autor o partícipe de un delito ya conocido, cuando estuviere obligado a promover la persecución penal de un delito de esa índole” (art. 277, inciso 1°, apartado “d”).
En torno a las disposiciones adjetivas y bajo el epígrafe “Obligación de denunciar”, el art. 177 del Código Procesal Penal de la Nación establece que “tendrán obligación de denunciar los delitos perseguibles de oficio: 1°) Los funcionarios o empleados públicos que los conozcan en el ejercicio de sus funciones. 2°) Los médicos, parteras, farmacéuticos y demás personas que ejerzan cualquier rama del arte de curar, en cuanto a los delitos contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los auxilios de su profesión, salvo que los hechos conocidos estén bajo el amparo del secreto profesional”.
El art. 183 prescribe que “la policía o las fuerzas de seguridad deberán investigar, por iniciativa propia, en virtud de denuncia o por orden de autoridad competente, los delitos de acción pública, impedir que los hechos cometidos sean llevados a consecuencias ulteriores, individualizar a los culpables y reunir las pruebas para dar base a la acusación”.
Entre sus atribuciones se encuentran la de “recibir denuncias” (art. 184, inciso 1°) y cuidar que los rastros materiales que hubiere dejado el delito sean conservados (inciso 2°).
A su vez, el art. 195 del código de forma prevé que “la instrucción será iniciada en virtud de un requerimiento fiscal, o de una prevención o información policial”.
El art. 244 del Código Procesal Penal, bajo el epígrafe “Deber de abstención”, prescribe que “deberán abstenerse de declarar sobre los hechos que hubieren llegado a su conocimiento en razón del propio estado, oficio o profesión, bajo pena de nulidad: los ministros de un culto admitido; los abogados, procuradores y escribanos; los médicos, farmacéuticos, parteras y demás auxiliares del arte de curar; los militares y funcionarios públicos sobre secretos de Estado. Sin embargo, estas personas no podrán negar su testimonio cuando sean liberadas del deber de guardar secreto por el interesado, salvo las mencionadas en primer término. Si el testigo invocare erróneamente ese deber con respecto a un hecho que no puede estar comprendido en él, el juez procederá, sin más, a interrogarlo”.
Finalmente, la ley 17.132, relativa al ejercicio profesional de la medicina, estatuye que “todo aquello que llegare a conocimiento de las personas cuya actividad se reglamenta en la presente ley, con motivo o en razón de su ejercicio, no podrá darse a conocer -salvo los casos que otras leyes así lo determinen o cuando se trate de evitar un mal mayor y sin perjuicio de lo previsto en el Código Penal-...” (art. 11).

La armonización de los derechos:
El abordaje de la cuestión lleva a desentrañar la incidencia de derechos que tienen previsión constitucional, cuyo análisis se muestra liminar, por tratarse de normas de primer rango.
Por un lado, debe considerarse el derecho a la salud de la abortante en un marco donde también se vería comprometida la garantía que proscribe la autoincriminación forzada. Al propio tiempo, la persecución penal del Estado atiende en este caso no a cualquier delito, sino a un atentado contra la vida; en otras palabras, el Estado debería garantizar la aplicación efectiva de la ley respecto de un hecho que afecta el primero de los derechos humanos que consagra nuestro orden constitucional.
Sin embargo, cabe apuntar desde ya que, como bien se ha dicho, los derechos constitucionales “no son gallos de pelea”, pues debe partirse de la unidad de los derechos fundamentales, en una visión tendente a su concreta armonización.
Es que, “en rigor, el extendido mito del conflicto se da sólo aparentemente entre los derechos –en abstracto y en concreto- y realmente entre las pretensiones –tanto en general como en sentido procesal- y entre los intereses individuales de cada una de las partes…Los derechos, a diferencia de los intereses de las personas, son armónicos…Se impone, pues, evitar la depreciación de algún derecho –que también llevaría consigo el detrimento de los demás- buscando criterios de armonización…los derechos coexisten, no conforman una mera yuxtaposición…los derechos [no se tienen] frente al Estado o frente a los demás [o] contra ellos, sino que, en rigor, se tienen con los demás y en la comunidad que cada titular de derechos habita. El punto de partida, pues, de la interpretación de los derechos constitucionales debe ser su armonización y no su contradicción”, derivación hermenéutica que se encuentra sustentada no sólo en la regla general de interpretación constitucional sistemática, sino que en el caso concreto de los derechos fundamentales se ve reforzado por la unidad de la persona humana (Serna, Pedro y Toller, Fernando, La interpretación constitucional de los derechos fundamentales. Una alternativa a los conflictos de derechos. La Ley, Buenos Aires, 2000, págs. 37/40).
Adviértase que la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación ha fijado su doctrina relativa a que los derechos reconocidos en la Constitución y –por ende en los tratados que cuentan con jerarquía constitucional a mérito del art. 75, inciso 22, de la Carta Magna- deben ser interpretados armónicamente, para hallar un ámbito de correspondencia recíproca dentro del cual obtengan su mayor amplitud los derechos y garantías individuales (Fallos: 315:1943; 324:975, entre otros).

El derecho a la vida:
Las disposiciones constitucionales aludidas anteriormente no dejan margen de duda alguno en torno a la relevancia del bien de la vida como superior al resto de los bienes en el ordenamiento jurídico.
Por ello se ha dicho que el derecho a la vida -que debería ser llamado “derecho a la inviolabilidad de la vida humana”- es el derecho fundamental paradigmático, en razón de su peculiar contenido, puesto que el bien humano básico que constituye su objeto –la vida- no es uno más, sino que tiene una importancia radical. De ahí que se ha insistido desde todo punto de vista en que posee una centralidad o imperatividad tal que lo hace trascender a otros derechos (Toller, Fernando, Jerarquía de derechos, jerarquía de bienes y posición de la vida en el elenco de los derechos humanos, en J.A. 2006-I-1025/1036).
Así, la particular gravedad de los ataques a la vida viene dada por distintas razones: 1) la tendencia a mantenerse o conservarse en el ser (primera tendencia del ser humano); 2) la preeminencia de la vida se basa en que dicho bien jurídico, que es el objeto del derecho a la vida, prácticamente se confunde con el sujeto mismo de ese derecho, ello es, con la misma persona humana que es su titular; 3) el bien de la vida es condición de posibilidad de la efectiva titularidad, ejercicio, gozo y preservación de cualquier otro bien humano –lo convierte en “el bien más básico”-; 4) finalmente, el atentado que se lleva a cabo con éxito contra el bien de la vida tiene un carácter particularmente irreparable, puesto que es posiblemente el único atentado definitivo (Toller, Fernando, Jerarquía de derechos...).
En otras palabras, “es cierto que no pueden establecerse a priori jerarquías objetivas entre los bienes y derechos humanos, pero con una importante excepción: el derecho a la inviolabilidad de la vida. Es decir, puede sostenerse la imposibilidad de establecer un orden de prelación entre los derechos, pero siempre que se excluya de esta afirmación al derecho a la inviolabilidad de la vida, el que se encuentra en un rango superior al del resto de los derechos” (Massini, Carlos I., “El derecho a la vida en la sistemática de los derechos humanos”, en Massini, Carlos I. y Serna, Pedro, El derecho a la vida, Edit. Eunsa, Pamplona, 1998, pág. 207).
Por ello, nuestro más Alto Tribunal ha privilegiado el derecho a la vida como el “primer derecho natural de la persona humana preexistente a toda legislación positiva que, obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional y las leyes” (Fallos: 302:1284; 312:1953; 326:4931, entre muchos otros).
Al propio tiempo y en lo atingente a la cuestión aquí suscitada, la Corte Federal reeditó la preeminencia del derecho a la vida y reafirmó su aseguramiento a partir de los tratados internacionales que tienen jerarquía constitucional, “que resguardan la vida de la persona humana desde el mismo momento de la concepción” (Fallos: 325:292).
De ahí que “existe una razón más fuerte que antes de la reforma [constitucional] de 1994, para considerar que también en el derecho federal argentino se reconoce la existencia de la vida humana desde la concepción” (Gelli, María Angélica, El derecho a la vida en el constitucionalismo argentino: problemas y cuestiones, La Ley 1996-A-1455/1467).
Ello, máxime frente a que bajo el influjo “del principio pro homine, que informa todo el derecho de los derechos humanos…las garantías emanadas de los tratados sobre derechos humanos deben entenderse en función de la protección de los derechos esenciales del ser humano” (Fallos: 325:292).
Justamente, si “el principio pro homine es un criterio hermenéutico que informa todo el derecho de los derechos humanos, en virtud del cual se debe acudir a la norma más amplia, o a la interpretación más extensiva, cuando se trata de reconocer derechos protegidos e, inversamente, a la norma o a la interpretación más restringida cuando se trata de establecer restricciones permanentes al ejercicio de los derechos o su suspensión extraordinaria…esto es, estar siempre a favor del hombre…” (Pinto, Mónica, “El principio pro homine. Criterios de hermenéutica y pautas para la regulación de los derechos humanos”, en Abregú, Martín y Courtis, Christian (compiladores), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, Editores del Puerto, Buenos Aires, 1997, pág. 163), entonces su aplicación también debe alcanzar a los casos de protección del nasciturus, según las mandas constitucionales ya referenciadas, que no dejan hesitaciones sobre tal inclusión.
En ese sentido, el Tribunal tuvo oportunidad de pronunciarse por la posibilidad de formular imputación por imprudencia y a título de homicidio culposo (art. 84 del Código Penal) –nuestra legislación no trae la figura del aborto culposo- en los supuestos de la muerte del niño producida durante el proceso de nacimiento, ello es, cuando la vida intrauterina prácticamente ha finalizado sin que la extrauterina haya comenzado, en un marco amplio de “protección de la persona y que resulta más afín a los postulados constitucionales” (causa n ° 23.760, “Macías”, del 28-12-2004).
En igual dirección, frente a cuestionamientos en torno al derecho a la vida de la persona por nacer y desde una perspectiva diferente, aunque de rigurosa entidad, conviene reportar el pensamiento de uno de los más destacados académicos de la actualidad.
Así, en el marco de discusión del llamado “derecho penal de enemigos”, el profesor Jesús-María Silva Sánchez ha sostenido que más allá de la disminución de las garantías político-criminales de ciertos sujetos activos que sugiere tal doctrina, se percibe una “radical desprotección de ciertos sujetos pasivos, donde ‘enemigo’ para este derecho penal será aquel ser humano al que, en la medida en que se le considere fuente de mal-estar para quienes tienen el poder jurídico de definición, se le niega toda protección penal (y aun jurídica)…mediante su definición como no-persona en absoluto…”, circunstancias que concurren de modo esencial en el ser humano concebido y no nacido. El nivel de desprotección en España es tal –dice Silva Sánchez- que “ha acabado por atribuir a terceros (médicos) deberes específicos que sólo se pueden eludir mediante el expediente excepcional del recurso a la objeción de conciencia” (Silva Sánchez, Jesús-María, “Los indeseados como enemigos: la exclusión de seres humanos del status personae”, en Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Cancio Meliá-Gómez-Jara Diez (coordinadores), Editorial B de F, Edisofer S.L., Montevideo-Buenos Aires, volumen II, págs. 985/1010).
Como colofón en este aspecto, no puede perderse de vista que el delito a investigar en este sumario no es otro sino el de aborto, cuyo bien jurídico protegido es la vida de la persona por nacer y que, concordemente, la obligación de denunciar lo es precisamente respecto de “un delito contra la vida” (art. 177, inciso 2°, del Código Procesal Penal), de lo que se sigue la impertinencia de no referir la problemática aquí ventilada al primero de los derechos humanos y de reducir la cuestión a una mera puja entre el deber de persecución penal del Estado –por un lado- y la violación a la fidelidad que supone el secreto profesional, porque –como se verá-, siquiera el concepto de “justa causa” de revelación podrá desentenderse del derecho a la vida del concebido no nacido.
El derecho a la salud:
Así planteada la problemática, al propio tiempo, conviene sostener sin ambages que el derecho a la asistencia del paciente, en todos los casos que pudieren resultar análogos (abortante, persona que ingiere cápsulas de cocaína, homicida o ladrón que concurren a la atención médica al resultar heridos), debe quedar absolutamente asegurado, como garantía implícita que también emerge del art. 33 de la Constitución Nacional y de las aludidas normas de los instrumentos de derechos humanos.
En ningún caso de la experiencia común –así se desprende al menos de los múltiples sumarios que se inician en la praxis- se niega la debida atención médica de tales pacientes, con independencia de sus implicancias jurídicas, que son justamente el tema nuclear aquí debatido.
Es que, precisamente como una derivación del derecho a la vida, la propia Corte Suprema sostuvo que la autoridad pública tiene la obligación impostergable de garantizar con acciones positivas el derecho a la preservación de la salud, más allá de las obligaciones que deban asumir en su cumplimiento las jurisdicciones locales, las obras sociales o las entidades de la llamada medicina prepaga (Fallos: 323:3229) –en el mismo sentido, ver Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina, comentada y concordada, La Ley, Buenos Aires, 2001, pág. 27-.
Como puede advertirse, porque no necesita mayores desarrollos, la persona que requiere la atención médica cuenta con la garantía de tal satisfacción, siempre que el derecho a la salud tiene previsión constitucional. Ello, particularmente, en orden a la obligación impostergable en cabeza de la autoridad pública de garantizar el derecho a la preservación de la salud con acciones positivas (Fallos: 324:3569).

La supuesta autoincriminación forzada:
Como antes se adelantó, a cuenta de la prohibición constitucional que veda la propia incriminación forzada, cabe atender ahora por su relevancia, al argumento que transita por la violación de este mandato incluido en la Carta Magna y en los citados instrumentos de derechos humanos, en lo que pudiere resultar atingente a los supuestos en estudio.
Dable es acordar que la persona que concurre a un hospital o consultorio en las condiciones ya aludidas posiblemente lo haga en una situación de necesidad, que inclusive en ciertos casos puede ser vital.
Empero, se anticipa la conclusión de que la presentación de una persona en un hospital revelando el haber cometido un aborto o consentido en que otro lo causare, incluidos aquellos supuestos de propia advertencia del profesional, no implica una autoacusación forzada para preservar su propia vida, precisamente en la perspectiva del art. 18 de la Constitución Nacional y las respectivas normas de los tratados de derechos humanos, sino que tal extremo constituye el desenlace en todo caso natural de una acción ilícita que habría sido ejecutada conociendo los riesgos que previsiblemente podrían afrontarse.
Es decir, sea que se la considere una consecuencia inmediata de un hecho libre (art. 903 del Código Civil) o a todo evento una consecuencia mediata pero previsible (art. 904 ibidem), siempre le son imputables al autor de tal hecho, puesto que “cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos” (art. 902), norma que exige previsibilidad en el obrar del agente y que rige en toda la vida de relación del hombre (LLambías, Jorge; Raffo Benegas, Patricio y Posee Saguier, Fernando, Código Civil Anotado, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, tomo II-B, pág. 32).
En efecto, cuando la abortante –o cualquier otra persona que haya cometido un delito y sufriera lesiones o una dolencia que deban concitar la atención médica- concurre a un hospital en las condiciones apuntadas, sea que comente el origen del padecimiento o que frente a su estado el facultativo se percate por sí del origen de la dolencia, no vierte aquélla en propiedad una “declaración” en contra de sí misma, en los términos en que constitucionalmente se concibe la garantía que prohíbe la autoincriminación.
Es que el hecho de recurrir al expediente de la “declaración” en contra de sí mismo resulta una aplicación extensiva, por analogía, de la locución “declarar”, máxime si se tiene en cuenta que aunque forzada por la situación, la concurrencia al médico y su consecuente atención se desarrollan en un momento en el que los mecanismos del Estado no se han puesto en funcionamiento, extremo por el que no se puede hablar convenientemente de declaración. Así, “el presentarse ante el médico con la evidencia orgánica de un delito en el cual se ha participado no reúne los requisitos de una ‘declaración’ en contra de sí mismo, aunque esté arriesgando los otros derechos” (en ese aspecto de la cuestión, aun suscribiendo finalmente una tesis opuesta, ver Tozzini, Carlos A., Violación del secreto profesional del médico en el aborto, Doctrina Penal, Depalma, 1982, tomo V, pág. 158).
Cuando la Constitución Nacional garantiza que “nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”, hace efectiva alusión a la existencia de actuaciones prevencionales o judiciales ya iniciadas legalmente, en las que se protege al acusado de la autoincriminación forzada, lo que no ocurre en las situaciones aquí analizadas, puesto que al momento de la concurrencia al facultativo u hospital para su atención, más allá de examinarse si la situación ha sido o no tan desesperante que lo obligue a confiar un delito o surjan de su humanidad rastros o elementos reveladores de un hecho criminoso, no puede sostenerse en verdad que esté declarando en juicio.
Véase que la Convención Americana sobre Derechos Humanos prevé la garantía de “no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable”, pero ello “durante el proceso” (art. 8.2.g).
Además, la mujer que concurre en las condiciones referenciadas para su atención no aparece compelida por terceros ni por ninguna autoridad, sino en el entendimiento de que un profesional de la salud le proporcione los respectivos auxilios médicos, por cierto a consecuencia del hecho que ella misma causó o cuya causación consintió.
Por ello se ha dicho que “la necesidad que lo mueve [al delincuente] para preservar su salud, no puede equipararse a la ‘obligación’ prohibida en el artículo 18 de la Constitución Nacional, en cuanto dispone que ‘nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo’…” (Caunedo, Fernando Mario, El secreto profesional médico, en Prudencia Iuris, U.C.A., nro. 57, junio de 2003, pág. 273, aun cuando el autor adscribe a la opinión de que en la situación analizada no hay justa causa de revelación). Y en esa misma dirección se sostuvo que “La mujer que produce o consiente su aborto y ulteriormente, recurre al médico porque tiene inconvenientes de salud, no está siendo obligada a declarar contra sí misma, porque esa coerción resulta espuria sólo cuando emana de procedimientos administrativos o judiciales tendientes a obligar a que un imputado confiese su delito…Nuestra Constitución Nacional prohíbe todo procedimiento para arrancar confesiones judiciales, no extrajudiciales e indirectas –fuera de proceso- cuyos valores probatorios –los de una y otra confesión- son esencialmente distintos” (Portela, Jorge Guillermo y González, Nemesio, Sobre si son válidos los procedimientos judiciales seguidos contra la mujer abortante en los casos previstos en el art. 88 del Código Penal, en El Derecho 129-388).
De igual modo, cabe traer aquí el criterio fijado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación al intervenir en el caso “Zambrana Daza”, del 12-8-1997 (Fallos: 320:1717), donde se habilitó la instancia extraordinaria en orden a determinar el alcance de las garantías del debido proceso legal y la prohibición de la autoincriminación –además de la legislación sobre estupefacientes-, con motivo de un supuesto análogo en el que una facultativa dio intervención a la autoridad policial a raíz del ingreso de una mujer que había expulsado cápsulas que contenían clorhidrato de cocaína.
La situación fáctica se exhibe tan semejante a la que concita el interés en esta causa, que bien puede ser parificada a la de la abortante a la que se le practica –por caso- un legrado evacuador frente a un cuadro séptico y de cuyo cuerpo se obtienen evidencias a partir de su concurrencia al establecimiento de salud. Tanto aquellas cápsulas de cocaína como los restos del feto resultarán afectados a la investigación para las comprobaciones pertinentes. En ambos supuestos se da noticia a la prevención policial frente a la presunta comisión de un delito.
En efecto, en el caso “Zambrana Daza”, se sostuvo que “el riesgo tomado a cargo por el individuo que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito cuando las evidencias son de índole material”.
Además, en el tratamiento de la cuestión de la garantía que prohíbe la autoincriminación, la Corte dijo también que la autoridad pública no había requerido una activa cooperación de la imputada en el aporte de pruebas incriminatorias, sino que le proporcionó la asistencia médica solicitada.
El Alto Tribunal sostuvo asimismo que “tampoco ha existido una intromisión del Estado en el ámbito de privacidad de la acusada, dado que ha sido la propia conducta discrecional de aquélla la que permitió dar a conocer a la autoridad pública los hechos que dieron origen a la presente causa” (considerando 7 del voto de la mayoría).
“En ese sentido cabe recordar que desde antiguo esta Corte ha seguido el principio de que lo prohibido por la Ley Fundamental es compeler física o moralmente una persona con el fin de obtener comunicaciones o expresiones que debieran provenir de su libre voluntad, pero no incluye los casos en que la evidencia es de índole material y producto de la libre voluntad del procesado (Fallos: 255:18…)” (considerando 8).
Lo expuesto lleva a pensar, necesariamente, que los criterios sentados por la mayoría de la Corte Federal en “Zambrana Daza” son derechamente aplicables a la situación que en su momento motivara la convocatoria del plenario “Frías”.
Tal posición, además, fue seguida por la Cámara Nacional de Casación Penal, por intermedio de su Sala II, en el caso “Baldivieso” (causa n° 4733 del 12-11-2003), pronunciamiento que sintéticamente cabe reportar, por la gravitación que tiene en el tema aquí analizado.
Se trataba de una persona, como en “Zambrana Daza”, que había ingerido cápsulas de cocaína, lo que le había producido una obstrucción intestinal que la obligó a concurrir a un hospital donde fue necesario practicarle una cirugía para extraérselas. Dada la respectiva intervención policial, finalmente fue condenada a una pena privativa de libertad. Al recurrir su defensa en casación, se invocó la violación de la garantía que prohíbe la autoincriminación.
El tribunal de casación sostuvo, con remisión a otro precedente de esa misma Sala, que “si la autoridad pública no requirió de la imputada una activa cooperación en el aporte de pruebas incriminatorias, sino que le proporcionó la asistencia médica que permitió expulsar las cápsulas con sustancias estupefacientes que había ingerido…sin engaño ni mucho menos coacción…no se advierte que haya sido violada la garantía de raigambre constitucional invocada sino antes bien concertada con el interés social en la averiguación del delito y el ejercicio de las potestades estatales” (se citó el caso “Jonkers de Sambo”, causa n° 2193, registro n° 2835, del 21-9-1999).
En sentido análogo, el juez Héctor Iribarne, en el citado caso resuelto por el Tribunal Superior de la Provincia del Neuquén, con remisión a un trabajo de Rodolfo Antonio Iribarne en torno al ya citado plenario “Frías”, trajo los antecedentes de la garantía prevista en el art. 18 de la Constitución Nacional, para concluir en que ésta siempre ha tenido un neto carácter procesal, de modo que “si no existe proceso no puede válidamente afirmarse que rige el privilegio. Y en nuestro caso, es tan claro que no existe proceso cuando la abortante va al médico, que la misma formación del proceso nace por los dichos de éste. Nadie ajeno impone a la abortante a ir al médico; para que opere la garantía es necesario que la compulsión provenga de un extraño a quien la sufre”.

La “justa causa” de revelación:
Asegurado entonces el derecho a la salud, descartada la vulneración de la garantía que veda la autoincriminación forzada y destacada la necesidad constitucional de resguardar el derecho a la vida del nasciturus, extremos que bien podrían resultar definitorios en la cuestión debatida desde una interpretación armónica de las normas de mayor jerarquía, donde la vida y la salud deben quedar resguardados, cabe ingresar de todos modos a la problemática que se vincula con la supuesta imposibilidad de denunciar un “delito contra la vida” porque el secreto profesional protegería a la abortante.
Así, se argumenta en la posición acorde al plenario “Frías” que la regla es el secreto profesional y la excepción el deber de revelarlo por justa causa, atendiendo fundamentalmente a la primacía del derecho material (art. 156 del Código Penal) sobre el derecho formal (art. 177 del Código Procesal Penal).
De ahí que, según tal postura, se entienda que deban quedar relegadas cualesquiera de las figuras penales que pudieren abarcar al médico e inclusive al funcionario policial que recepta la notitia criminis al constituirse en un nosocomio a requerimiento de un facultativo y allí toma conocimiento de un presunto delito a través del galeno.
También se sostiene que existe obligación de guardar secreto para el facultativo no sólo en los casos en que el paciente lo confíe expresamente, sino en aquellos en los que existe una confidencia tácita y aun en los supuestos en los que la presunta comisión del delito se detectare frente al solo examen del concurrente o cuando el enfermo que ha cometido un delito se encontrare en estado de inconsciencia al tiempo de la revisación clínica. Como dice Núñez –también partidario de la tesis sustentada en “Frías”-, la fórmula “tener noticia del secreto por razón de su estado, oficio, empleo, arte” o como en el caso, “profesión”, comprende tanto los secretos manifestados como aquellos relativos al objeto del servicio advertidos por éste en esa ocasión o en estado de inconsciencia (Núñez, Ricardo C., Tratado de Derecho Penal, Lerner, Córdoba, 1989, tomo IV, pág. 123).
Según Soler, tampoco existe obligación de denunciar para el facultativo cuando la víctima es, al mismo tiempo, responsable, como en el duelo o el aborto procurado. La obligación subsiste, sí, en todos los casos en que el socorrido tenga exclusivamente el carácter de víctima (Soler, Sebastián, opus cit., tomo IV, págs. 132/133; en igual sentido, Avalos, Raúl Washington, Derecho Procesal Penal, Ediciones Jurídicas Cuyo, Mendoza, 1993, tomo II, pág. 207).
Al respecto, princípiase por decir que, en rigor de verdad, la conclusión según la cual hay ilicitud en la conducta del médico que formula la denuncia estando obligado al secreto (art. 156 del Código Penal) y por tanto el sumario no puede ser instruido, supone necesariamente ingresar en un tópico en el cual el tribunal que decide justamente si cabe iniciar la actividad pesquisitiva en contra de la mujer, en verdad no tiene habilitada instancia alguna, sencillamente porque la violación de secretos es un delito de acción privada.
Ello importaría, así, el conocimiento judicial de una cuestión que en puridad resulta abstracta. Es que, desde el año 1865 (Fallos: 2:253) la Corte Federal viene sosteniendo que “la misión de un Tribunal de Justicia es aplicar las leyes a los casos ocurrentes, y su facultad de explicarlas e interpretarlas se ejerce sólo aplicándolas a las controversias que se susciten entre ellos para el ejercicio de los derechos o el cumplimiento de las obligaciones; y no puede pedirse que el Tribunal emita su opinión sobre una ley, sino aplicándola a un hecho señalando al contradictor”, para luego sostener que no tienen “los Tribunales Nacionales jurisdicción para decidir cuestiones abstractas en derecho”.
En otras palabras, con la doctrina fijada mayoritariamente en “Frías” se adelanta incorrectamente la conclusión de la responsabilidad del médico en orden a la supuesta violación de secretos que reprime el art. 156 del código sustantivo, como mecanismo necesario para neutralizar la iniciación de un sumario en contra de la abortante, cuando en verdad, siquiera ésta ha promovido la acción privada y menos se ha encontrado culpable al galeno.
En la misma dirección se ha sostenido que “el ‘fundamento’ de la impunidad para la abortante se derivaría del carácter delictivo de la denuncia que puso en marcha la persecución penal de aquélla (v. fallo cit. de la Cám. Crim. Corr. Cap [“Frías”]. Pero si ese ‘carácter delictivo’ viene determinado por una presunta infracción al artículo 156 del ordenamiento sustantivo, ello importa inexcusablemente demostrar en forma previa, la efectiva configuración del delito de violación de secretos por parte del profesional médico obligado a guardarlos. Y esto requiere no sólo la mera comprobación…de la novedad comunicada a la autoridad policial, sino también la concurrencia de los demás extremos que exige el art. 156 aludido. En otras palabras, no basta limitarse a verificar la exteriorización de una conducta aparentemente delictiva, para concluir sin más que se ha cometido efectivamente el delito que tiñe de ilegalidad el sumario instruido en consecuencia. Este razonamiento exhibe un ‘desvío notorio y patente de las leyes de la lógica’ que lleva a sentar premisas insostenibles y abiertamente contradictorias” (Tribunal Oral en lo Criminal nro. 6, causa nro. 278, “Ovando Mendieta”, del 26-9-1996).
Desde esa perspectiva y como no puede pretenderse juzgar al médico, sencillamente porque no hay “caso”, de todos modos, al solo efecto de analizar si los criterios enunciados en “Frías” son atendibles, conviene refutar la conclusión según la cual se está en presencia de una denuncia o comunicación delictuosa por parte del facultativo, siempre que tal cuestión es nuclear en la postura del plenario y en los criterios que lo siguen.
Así delimitada la problemática, para que posturas como la de “Frías” puedan prosperar, desde la perspectiva del tipo penal acuñado en el art. 156, deberán superarse tres hitos: 1) que el secreto no deba ser revelado; 2) que su divulgación pueda causar daño: 3) que no haya justa causa de revelación.
Ello no importa sino partir de la premisa según la cual, sin hesitaciones, el secreto profesional médico no es absoluto. Véase.
El primer aspecto remite al análisis contextual del ordenamiento jurídico, que permite concluir en que existe obligación de denunciar un delito perseguible de oficio “contra la vida y la integridad física” cuando el profesional del arte de curar toma conocimiento de ello en el ejercicio de su actividad.
Así lo impone el art. 177, en sus dos incisos, para los médicos que prestan servicios en consultorios privados o en hospitales públicos, en este último supuesto, adicionalmente por su condición de funcionarios.
De igual modo, “es por demás evidente que la denuncia de un delito como es el aborto no se efectúa para causar un perjuicio, y que tampoco puede considerarse tal el sometimiento a la Justicia de la madre que se presume ha cometido un aborto criminal” (Tribunal Oral en lo Criminal n° 6, causa “Ovando Mendieta”, antes citada).
Es que, en cuanto al daño, con el juez Vigo en el citado caso “Insaurralde”, de la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Santa Fe, cabe decir que “no se duda que sólo puede haber daño cuando existe una injusta afectación de bienes jurídicamente amparables y que, si no hay tal injusticia, no hay daño ni, por ende, conducta típica; en el caso, la sujeción a un proceso y la eventual aplicación de una pena, aunque no agraden a la encartada, no son sino la consecuencia de un obrar que –al menos prima facie- resulta contradictorio del sistema jurídico, y no pueden servir para justificar un juicio de reprobación de la conducta del denunciante ni –por consiguiente- para fundar la anulación del procedimiento. La amenaza de sanciones o penas es un recurso del derecho para orientar conductas bajo apercibimientos de padecer la privación de un bien (libertad, dinero, etc.), cuya justificación o razonabilidad descansa en el bien o en la justicia que aquella satisface. Vista desde el interés del que incumple el deber jurídico y padece la consiguiente sanción del derecho, ésta aparece como algo no deseado, mas será el bien común, la deuda incumplida, la reinserción social, etc., lo que torna válido jurídicamente aquél ‘mal’ sufrido por el responsable del obrar no ajustado a derecho”.
De igual manera, cabe decir que tal “daño”, en todo caso, no le resultaba extraño a la mujer, siempre que su comportamiento –abortar- importaba necesariamente –ex ante- la posibilidad de enfrentarse a un proceso penal, por un delito que, a la sazón, resulta de acción pública.
En efecto, no puede perderse de vista que la licitud de la denuncia viene dada por la defensa de “un interés superior, interés que afecta a la sociedad toda, porque la privacidad que protege el art. 156 C.P. no es cualquier privacidad, sino aquella que no ofenda al orden, la moral pública o los derechos de terceros (Const. Nac., art. 19)” (voto del juez Millán en el plenario “Frías”).
Por ello la invocación del principio constitucional de la privacidad, que incluye el derecho a la intimidad (art. 19) no surte sino un efecto contrario para quienes sostienen la tesis de “Frías”, siempre que tal norma “consagra una protección fuerte del derecho a la vida y del derecho a vivir, al preservar un ámbito de privacidad e intimidad de las personas salvo, entre otras razones, cuando medie daño a terceros…el no nacido es un tercero que impone la intervención del Estado a fin de protegerlo, más allá de los derechos a la privacidad o a la intimidad que pudiera aducir la madre gestante” (Gelli, María Angélica, Los planos de análisis en el derecho a la vida y la cuestión del aborto, La Ley-Buenos Aires-2006, pág. 895, Suplemento de Derecho Constitucional La Ley, octubre 2006, págs. 1/9).
En tales condiciones, la comunicación o denuncia es perfectamente válida, en la medida en que se está aleccionando de un delito de acción pública que atenta “contra la vida” (art. 88 del Código Penal y art. 177 del Código Procesal Penal), mientras que la acción por la violación de secretos es privada (art. 73).
Como sostuvo el juez Boggiano en el caso “Zambrana Daza”, “el deber de denunciar –explícitamente impuesto por la ley- torna lícita la revelación” (considerando 13). En sentido análogo, el juez Millán en el fallo “Frías” decía que “es justa causa de revelación de un aborto cuando éste haya sido obtenido mediante maniobras que la ley represiva castiga”.
Asimismo y en cuanto a la mentada “justa causa de revelación”, se ha sostenido por diversos autores que tal causa debe tener origen legal, cuando en realidad el tipo del art. 156 del Código Penal en modo alguno refiere acerca de que la justa causa deba ser exclusivamente de tal origen. “Parece claro que si la norma alude a ‘justa causa’ y no precisa sus alcances, no puede arbitrariamente circunscribirse esta a casos taxativamente enumerados por otras leyes” (Tribunal Oral en lo Criminal n° 6, causa “Ovando Mendieta”, antes citada); ello, sin perjuicio de apuntar que también queda excluido el tipo de la violación de secretos por la buena fe del autor acerca de que esa causa existe (Soler, Sebastián, opus cit., tomo IV, pág. 125).
Así, el requisito de la justa causa de revelación se ve configurado, si se recurriere al expediente de la presunta violación de un secreto médico, sencillamente porque hay obligación de denunciar un delito de acción pública que importa un atentado contra la vida del nasciturus (art. 88 del Código Penal). De modo que, al resultar un elemento normativo del tipo del art. 156 del Código Penal, al haber “justa causa” derechamente se excluye la tipicidad de la conducta que, en definitiva, no será una violación del secreto profesional.
Es que “resulta absurdo suponer que quien cumple con un deber, función o cargo pueda incurrir en una conducta típica al mismo tiempo que realiza un mandato emergente del ordenamiento jurídico” (Tribunal Oral en lo Criminal n° 6, causa “Ovando Mendieta”, ya citada).
Con mayor razón debe entenderse que hay justa causa de revelación frente a un atentado contra la vida, si tal concepto ha sido aplicado a extremos donde el bien jurídico tutelado no es aquél, ello es, cuando “la tarea confiada al médico no se limitaba a auxiliar profesionalmente al imputado para procurar restablecer su salud, sino que se vinculaba directa y estrechamente con la droga que podía encontrarse dentro del cuerpo del paciente, y esta circunstancia…implicaba la posibilidad de secuestrar y actuar con relación a lo que inequívocamente era el cuerpo de un delito” (Cámara Nacional en lo Penal Económico, Sala B, causa “Núñez del Prado del Carpio”, del 15-9-2005).
Además y desde otra perspectiva por la que se arriba a la misma conclusión, como concepto jurídico indeterminado o abierto que es, la noción de “justa causa” requiere de la interpretación en el caso concreto, ponderando todos los intereses en juego aunque bajo el prisma de los valores fundamentales consagrados por el ordenamiento jurídico: lo que se denomina “interpretación conforme a la Constitución”.
De modo que, al no haber sido definida por la ley, en el caso particular habrá justa causa según la prudente y recta interpretación de los magistrados.
Así, los jueces no pueden sino enfocar la cuestión a la luz de las normas constitucionales, siempre que una interpretación que sólo examine las normas de derecho común no puede contradecir las mandas de mayor jerarquía o de primer nivel, en especial si, como ahora, se intenta establecer si hay justa causa de revelación cuando se ha conocido que una mujer ha abortado o consentido en que alguien diera muerte al niño en gestación.
Como dijo el juez Vigo en el caso “Insaurrralde”, cuando los jueces resuelven sus casos, deben derivar razonadamente desde “todo el derecho vigente” la solución justa para el conflicto que disciernen imperativamente. “De una manera explícita o implícita, en las respuestas jurídicas está presente todo el ordenamiento jurídico…Esta visión sistemática del derecho implica distinguir y jerarquizar sus distintos componentes, y en este punto considero acertada la perspectiva que, además de las normas, reconoce la existencia de principios y valores; es que, precisamente el núcleo de validez jurídica primaria desde donde se ordenan y justifican las normas son los principios, o sea, los derechos humanos, que a su vez pueden ser atribuidos o remitidos a valores”.
Por ello, muchos análisis de la cuestión debatida son enfocados como un conflicto de intereses.
Así, por caso, se sostiene que la disyunción de valores viene dada, por un lado, por el derecho personalísimo a la salud, de raigambre constitucional y supranacional, y por el otro “el disciplinamiento social en el castigo de un delito, con la finalidad de evitar la crisis del sistema” (Ghersi, Carlos A., El derecho personalísimo a la salud y la autoincriminación del delito de aborto, en La Ley, 2006-D-179/181).
Sin embargo, no es posible reducir la cuestión a un enfrentamiento entre la necesidad del Estado de reprimir las conductas delictivas y la protección de la mujer que en una situación de necesidad acude a un hospital y tiene además la expectativa de que, en su caso, su revelación no será objeto de una comunicación a la autoridad policial. En la cuestión inexorablemente entra en juego el bien jurídico de la vida del niño que ha sido frustrada.
Pensar de otro modo, conduce a la “absolutización del secreto médico, en una elección que, en tanto conduce de hecho a la desincriminación del aborto, resulta incongruente con exigencias objetivas de nuestro sistema jurídico (que no tolera la consiguiente desprotección del derecho a la vida”, pues “ningún deber es más primario y sustancial para el Estado que el de cuidar la vida y la seguridad de los gobernados” (voto del juez Vigo, en el fallo citado).
Así, la justa causa de revelación (a mérito de la obligación de denunciar) no puede desentenderse de lo previsto en la Constitución Nacional e instrumentos de derechos humanos, estándares sobre la base de los cuales debe analizarse la legislación reinante sobre el tópico (art. 177, inciso 2°, del Código Procesal Penal y art. 11 de la ley 17.132).
Nótese además que una excluyente atención de los “derechos” de la abortante, donde la fidelidad como valor –protección del secreto- al final se sobrepone a la propia vida del nasciturus, en este marco, pierde de vista que, según reza el art. 32 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, “toda persona tiene deberes para con la familia, la comunidad y la humanidad” (inciso 1) y que “los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática” (inciso 2).
Desde esta perspectiva, no puede dudarse que es la madre la primera obligada en tales deberes de protección de la propia vida de su hijo en gestación y que entre las “justas exigencias del bien común” puede también encontrarse el fundamento de la “justa causa” de revelación del secreto profesional médico en la situación de la abortante que requiere asistencia.
En esa dirección, es la propia Corte Suprema la que ha sostenido que “es erróneo plantear el problema de la persona y el bien común en términos de oposición, cuando en realidad se trata más bien de recíproca subordinación y de relación mutua” (Fallos: 312:496).
Es que el concepto de “bien común” tampoco escapa al derecho internacional de los derechos humanos, puesto que en el sistema interamericano ha sido entendido “como un concepto referente a las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal y la mayor vigencia de los valores democráticos” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva 5/85; ver igualmente Pinto, Mónica, “El principio pro homine…”, antes citado, pág. 169).
Por ello se ha entendido que el bien común “integra necesariamente los derechos fundamentales de las personas pero, a la vez, reclama la concreción de ciertos deberes. En orden al derecho penal, está claro que existe un mandato constitucional que impone un resguardo punitivo de derechos, confiado al Poder Legislativo a través del art. 75, inc. 12 de la Constitución, que supone la necesidad de sujetar el ejercicio de esa potestad penal a un orden legal…De ahí que la Corte Interamericana [caso ‘Velásquez Rodríguez’, del 29-7-1988] imponga al Estado el deber de actuar eficazmente –prevención, investigación, punición y reparación- en los casos en que se atenta ‘contra bienes esenciales de la persona (…) que deben ser investigados de oficio en cumplimiento del deber del Estado de velar por el orden público’. El Estado es, pues, responsable internacionalmente ante la impunidad de los ilícitos si no ha previsto un sistema penal adecuado a los fines de la protección de los derechos básicos de las personas” (Yacobucci, Guillermo, El sentido de los principios penales, Abaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2002, pág. 184).
Hay entonces más que justa causa de revelación –la denuncia de un hecho que precisamente da cuenta de un “delito contra la vida”, como presupuesto ontológico de los demás derechos, en el caso, desde el momento mismo de la concepción en el seno materno-, sin perjuicio de la apuntada inexistencia de daño en los términos referidos para la figura de la violación de secretos.
Como sostuvo el juez Álvarez en el aludido caso “Insaurralde”, “si…hay casos en que por existir intereses jurídicos por encima del interés del secreto, se impone el ‘deber de revelar’ –tal el ejemplo de la ley 11.359 sobre enfermedades peligrosas, la ley 12.137 sobre enfermedades contagiosas y transmisibles-, me pregunto cómo no puede permitirse la revelación del secreto para casos en que la noticia es nada más y nada menos que la eventual comisión de un aborto, que sin dudas, reviste una repugnancia mayor a todo el ordenamiento jurídico que las mencionadas con anterioridad”.
Entre la perspectiva de la mujer abortante y el principio del bien común –observada así la problemática desde la necesidad de no dejar impune un hecho de tal naturaleza- que subyacen en la cuestión, en el caso, debe preponderar la obligación de denunciar porque hay justa causa de revelación, que estriba en el conocimiento de la perpetración del delito de aborto, cuya protección constitucional se alza como un interés prometido sobremanera. Si se quiere, en palabras de Tomás de Aquino, “…revelar los secretos en perjuicio de una persona es contrario a la fidelidad, pero no si se revelan a causa del bien común, el cual debe siempre ser preferido al bien particular. Y por esto no es lícito recibir secreto alguno contrario al bien común…” (Suma Teológica, II-II, q. 68, a.1, BAC, Madrid, 1946, tomo VIII, pág. 535).
Como puede verse, no es posible limitar la discusión al enfrentamiento entre la madre que resulta denunciada y el profesional de la salud que habría revelado un secreto, si la atención médica se ha relacionado con el hecho de haber dado muerte a su propio hijo en gestación, con lo que ello significa desde nuestras disposiciones constitucionales y los instrumentos de derechos humanos respecto al derecho a la vida.
En todo caso, el enfoque correcto del problema es el que plantea el fiscal de cámara al tildar de arbitrario el fallo de segunda instancia dictado en el caso “Insaurralde”, pues se sitúa “a la imputada como cuasi víctima de un delito (el de divulgación de secreto, artículo 156 del Código Penal), y considera de manera apenas referencial a la verdadera víctima de los hechos investigados, esto es, al niño abortado”.
Con semejante protección constitucional, cabe preguntarse cómo se puede descartar la justa causa de revelación si, para colmo de males, la víctima del hecho que resultara el antecedente directo de la concurrencia al médico es absolutamente indefensa y a diferencia de otros supuestos análogos (robo, homicidio, etc.) tampoco podrá perseguir el crimen de que fue objeto.
Sólo como argumento adicional, siquiera el codificador, Rodolfo Moreno (h) concluye en que la denuncia del médico en tales condiciones puede constituir el delito de violación de secretos.
En el análisis de las normas que podían tener injerencia en la cuestión (las de fondo y forma sobre las que también se formuló el abordaje luego en “Frías”), Moreno comienza sosteniendo que el médico no tiene obligación de denunciar; “los profesionales no están obligados a denunciar la existencia de los delitos que conocieron con motivo de sus funciones, y que el secreto profesional los libera de hacer revelaciones”, aunque luego sostiene: “Veamos ahora, el otro supuesto planteado, o sea aquél en el que el profesional, a pesar de no tener obligación de denunciar el delito y no obstante el amparo que la ley presta a su reserva, la viola y verifica la denuncia, ¿incurriría en el caso en el delito de violación de secretos?”.
Prosigue Moreno: “El asunto es en mi concepto, muy claro. La ley, de acuerdo con los principios de conservación del organismo social, entiende que todo delito de aquellos que dan nacimiento a la acción pública, debe ser perseguido a los efectos de defender a la sociedad. Por eso castiga a los que teniendo obligación de hacer saber a la autoridad la comisión de cualquier delito, no lo comunican a la misma (art. 277, inc. 6). Pero teniendo en consideración que ciertos profesionales pueden recibir confidencias y que éstas deben ampararse, los libera de la obligación de denunciar y declara que no cometen delito cuando guardan silencio. La ley protege el secreto profesional y nada más; no les impone la reserva sino que la autoriza, creando una excepción al principio genérico. Si el profesional no hace uso de la excepción y revela, podrá haber cometido un acto contrario a la ética de sus funciones, pero no incurre en delito. Denunciar una infracción que dé lugar a la acción pública no puede aparejar una sanción penal para quien así procediese” (Moreno, Rodolfo (h), El Código Penal y sus antecedentes, Tommasi Editor, Buenos Aires, 1923, tomo V, págs. 37/38).
Como puede verse, el propio codificador sostuvo que no hay delito de violación de secretos en la comunicación vertida por el médico. Así, el argumento de que tal denuncia es una conducta ilícita que contamina la formación del sumario en contra de la mujer, una vez más, pierde asidero. A todo evento, la cuestión ética a la que se refiere Moreno ha sido abordada por la Confederación Médica de la República Argentina, en el sentido al que se aludirá más adelante.

La validez del anoticiamiento:
La perspectiva procesal de la cuestión debatida no arroja sino una conclusión acorde a los lineamientos fijados precedentemente.
Conviene entonces considerar los criterios que se han esbozado para impedir la formulación de la denuncia y arribar a la doctrina aplicable a las situaciones en estudio.
Dice Clariá Olmedo que hay casos específicos en los que las leyes impiden el ejercicio del poder de denunciar. Se da así prevalencia a la protección de un interés distinto al de la administración de justicia por considerarlo más valioso. Ese bien resulta puesto en peligro o destruido con la denuncia, y ante ello, la ley la prohíbe. Un caso es el de la reserva que impone el secreto profesional y otro el de la preservación del núcleo familiar.
Conforme a tal desarrollo, el art. 156 del Código Penal configura el delito de violación de secretos y en consecuencia de ello, “los códigos procesales dejan a salvo la reserva del secreto profesional al imponer la denuncia a quienes profesan el arte de curar y conozcan el hecho al prestar sus servicios profesionales….Adviértase que esta exclusión no significa volver a la regla de la facultatividad, sino prohibir la denuncia por imperativo del C. Penal” (Clariá Olmedo, Jorge A., Derecho Procesal Penal, Lerner, Córdoba, 1984, tomo II, pág. 48).
Sin embargo, y aun dejando momentáneamente de lado el aspecto vinculado a que, como se dijo, en verdad existe justa causa de revelación y por lo tanto el art. 156 del Código Penal no define la cuestión, la notitia criminis practicada en tales condiciones o la denuncia de la presunta comisión del delito de aborto por el facultativo, de cualquier modo, no puede conducir derechamente a su invalidación.
Es que la norma del art. 177, inciso 2°, del Código Procesal Penal no señala la prohibición ni menos la nulidad de la denuncia formulada por un profesional del arte de curar en las condiciones citadas. Sólo apunta que no es obligatoria. Nótese que la norma comienza con la expresión “Tendrán obligación de denunciar…”.
Parecida argumentación se desarrolló en los autos “Iñiguez”, del 7-7-1992, resueltos por la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires, en el primer voto del juez Ghione (La Ley 1994-B-553/562), para quien incluso no es necesario resolver si el denunciante cometió o no el delito de violación de secretos al que se refiere el art. 156 del Código Penal, pues ello tampoco ocasionaría la anulación de lo actuado.
Repárese en que, según nuestra ley procesal, no hay sanción de nulidad para el caso de que el médico ponga en conocimiento de la autoridad un delito “contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los auxilios de la profesión”, bajo el amparo del secreto profesional, con mayor razón si se atiende al principio de taxatividad en materia de nulidades (art. 166 del Código Procesal Penal).
Es más: autores como Creus, en su hora, han llegado a sostener que “el aborto no requiere la denuncia para poner en movimiento la acción y es nefasto que en el proceso penal se parta de la ficción de que en esos casos no se tiene la notitia criminis. Las actuaciones son válidas, aunque el profesional denunciante pueda ser condenado por violación del secreto profesional” (Creus, Carlos, Protección penal y procesal del secreto profesional, Colegio de Magistrados del Poder Judicial de la Provincia de Santa Fe, 1971).
Según dice el citado autor, el conocimiento por la autoridad de la existencia de un hecho con características delictuosas “puede ser alcanzado por medio de la denuncia o por cualquier otro medio que puede constituir la notitia criminis; una denuncia prohibida (p. ej. Por mediar parentesco con el imputado)…podrá ser nula como denuncia, pero de todos modos constituirá notitia criminis, con base en la cual el fiscal podía requerir la instrucción, salvo en las hipótesis en que la denuncia formalmente válida es requisito de procedencia de la acción (delitos dependientes de instancia privada). Aun puede ocurrir que la misma notitia criminis se inserte en un acto delictuoso (p. ej., violación del secreto profesional), que no será válido como denuncia, pero significaría desconocer la realidad sostener que tampoco opera los efectos de aquella noticia” (Creus, Carlos, Invalidez de los actos procesales penales, segunda edición, Astrea, Buenos Aires, 1995, pág. 98).
El mismo autor refiere el caso del secreto periodístico, protegido constitucionalmente (art. 43, párrafo 3°), aunque “desde el punto de vista procesal…el secreto profesional del periodista no presenta una situación similar a la del secreto de otras profesiones, como son las que enuncian los códigos al regular el deber de abstención. En éstas, el mencionado deber aparece como garantía de la libertad de quien, por necesidad, ha tenido que poner su secreto en manos de un profesional; por el contrario, el secreto periodístico arranca, básicamente, de constituir una circunstancia operativa de la libertad de prensa”. Así, Creus entiende que hay un “derecho-facultad” de mantener el secreto, pero que “es dudoso que el no empleo de esa facultad ante un juez pueda producir la nulidad de su declaración…sin perjuicio de las responsabilidades ulteriores que pueden caberle…” (Creus, Carlos, opus cit., págs. 177/178).
Nótese además que una visión sistemática de nuestro ordenamiento procesal lleva a comparar los supuestos de “Obligación de denunciar” (art. 177) –según antes se dijo, con la excepción de los casos conocidos bajo el amparo del secreto profesional-, con los de “Prohibición de denunciar” (art. 178), vinculados a determinados supuestos de parentesco.
En otras palabras, para el caso del médico en la situación que concita la atención del Tribunal, lo que se discute es si existe o no “obligación” de denunciar (177), mientras que se prevé derechamente la “prohibición” (178) en las denuncias contra determinados parientes.
Una visión simplemente gramatical lleva claramente a concluir en el énfasis puesto por el legislador para los casos de “prohibición”, por sobre los supuestos de falta de obligación (igual situación se verifica en el Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires, según las normas de sus artículos 287 y 288).
Aun así, ya esta Sala ha sostenido que la denuncia formulada en las condiciones aludidas por el mentado art. 178 (“prohibición de denunciar”) no conduce sin más a la nulidad de lo actuado en tal sentido, a diferencia de lo que ocurre con la declaración testimonial prestada en contra del imputado por determinados parientes (art. 242), cuya violación sí se sanciona con la nulidad.
En efecto, el Tribunal ha puntualizado en ese caso que “aun cuando se argumentara –como lo hace la defensa- que [la madre] formuló una denuncia en contra de su hijo, contrariando la prohibición que surge del art. 178 del Código Procesal Penal de la Nación, lo cierto es que tal disposición no prevé la sanción de nulidad, por lo que ocurrida la hipótesis de modo voluntario…puede producir efectos como simple anoticiamiento, habilitante para desencadenar la investigación (Navarro, Guillermo y Daray, Roberto R. Código Procesal Penal de la Nación, Buenos Aires, Hammurabi, 2004, tomo I, p. 446). En efecto, convocado el personal policial se dio inicio al sumario, por lo que no procede la invalidación del acto plasmado a fs. 1” (causa n° 30.736, “Tolaba, Oscar”, del 2-2-2007).
En el mencionado caso esta Sala invocó además que esa notitia criminis había resultado idónea para generar la investigación de oficio en la fase prevencional, pues no obstante la prohibición que establece el art. 178 del ritual, pueden las personas alcanzadas por la norma relatar hechos delictuosos a la autoridad, tornándose así factible la iniciación de oficio que autoriza el art. 183 (se citó en el mismo sentido Cámara Nacional de Casación Penal, Sala I, “Freire, Roberto”, del 11-8-1993 y Sala II, “Sucksdorf, Alejandro”, del 4-12-1996).
De modo entonces que si los casos de “prohibición de denunciar” (art. 178 del Código Procesal Penal) no generan la invalidez, menos aun se puede predicar tal sanción procesal en los supuestos en que no se observare la excepción a la “obligación de denunciar” (177).
Por otro lado, siquiera autores que comulgan con los criterios fijados en “Frías” ponen el foco de la cuestión en la comunicación o denuncia que pueda formular el médico (se dice que “el precepto pertinente del código procesal no contiene una prohibición expresa de formular la denuncia, sino que se limita a disponer que aquélla, cuando pueda estar comprometido el secreto profesional, no es obligatoria”), o en el policía que recibió tal noticia, es decir, que no reprueban necesariamente la conducta del galeno o preventor, sino que “en el tapete” está la actuación de jueces y fiscales que “deben tomar en cuenta la situación de forzada admisión en que se debate el autor o autora del obrar ilícito de que se trate” (Niño, Luis, “El derecho a la asistencia médica y la garantía procesal que veda la autoincriminación forzada: un dilema soluble”, en Garantías constitucionales en la investigación penal. Un estudio crítico de la jurisprudencia, Plazas, Florencia G. y Hazan, Luciano A. (compiladores), Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, págs. 3/16). Ello es, tal postura remite la cuestión debatida a la garantía que veda la autoincriminación, cuya violación se descartó anteriormente.
Por lo demás, se ha dicho que según las reglas del código adjetivo vigente, no se “castigan con invalidez al acto producido en tales condiciones, contrariamente a cuanto se establece, en cambio y en parigual hipótesis, para la declaración testifical (art. 244). La razón de ello es que quien conoce el hecho y se decide a denunciar lo hace por propia voluntad y no compelido por la autoridad, por lo que la ley supone que aquél no tiene interés en hacer prevalecer la reserva. Véase además el art. 166…Por otra parte, se ha dicho que la posible comisión del delito de violación de secretos por el denunciante (delito perseguible sólo por acción privada…) no justifica el rechazo de la denuncia por la autoridad encargada de la misma pues, por el contrario, ‘…la autoridad debe recibirla sin condicionar su admisión a que se cometa o no delito, esto es sin perjuicio de que se abra proceso para determinar si con ese acto se violó o no el Código Penal’ [Clariá Olmedo, La denuncia…JA Doctrina, 1971-386]…La validez de los procedimientos derivados de la denuncia en violación al deber de reserva encuentra sustento en el fenómeno de la ‘conversión del acto’…Consecuentemente, se han interpretado válidos los procedimientos derivados de la radicación de una denuncia en las expresadas condiciones y que ésta puede motivar eficazmente el impulso de la acción…” (Navarro, Guillermo y Daray, Roberto, op. cit., págs. 443/444).
Claro que, entonces, tampoco podría concluirse en que la declaración testimonial del médico deba recibir la sanción de nulidad (art. 244 del canon ritual), precisamente porque hay justa causa de revelación; norma que, por lo demás, permite apreciar las diferencias de tratamiento entre el sigilo confesional y el secreto médico.
Así y más allá de lo sostenido en torno a la ausencia de violación de la garantía que prohíbe la autoincriminación y de lo apuntado en relación a la supuesta violación de un secreto, siquiera la comunicación o denuncia formulada por un facultativo en las condiciones aludidas permite neutralizar la iniciación de un proceso, o en términos del plenario “Frías”, la instrucción del sumario.
De otra parte, si con arreglo a la experiencia común -uno de los sustratos de la sana crítica racional-, los profesionales del arte de curar conocen de tales sucesos en el marco del secreto profesional, fruto de su relación directa con el paciente –o por revelación tácita de aquél o a mérito de su propio examen físico en supuestos de inconsciencia- (véase que el art. 66 del Código de Ética Médica de la Confederación Médica Argentina, en orden al secreto profesional, establece que “…tienen el deber de conservar como secreto todo cuanto vean, oigan o descubran en el ejercicio de su profesión, por el hecho de su ministerio, y que no debe ser divulgado”), no se aprecia el margen de casos remanentes en los que los médicos puedan conocer delitos contra la vida o la integridad física y no queden limitados por el secreto profesional.
Dicho de otro modo: una mera verificación empírica lleva a concluir en que la regla que prevé el art. 177 (obligación de denunciar) se vería siempre neutralizada por su excepción (falta de obligación en los casos de secreto profesional). Tal principio, así, quedaría vacío de contenido.
En ese sentido, lo que no se puede presumir es la inconsecuencia del legislador (doctrina de Fallos: 312:1614; 312:1680; 315:1256; 316:1319; 317:1820; 319:3241; 323:585; 324:3876, entre muchos otros), por lo cual las leyes deben interpretarse conforme al sentido propio de las palabras, computando que los términos empleados no son superfluos, sino que han sido empleados con algún propósito, sea de ampliar, limitar o corregir los conceptos (Fallos: 316:2732 y 326:2390). Así, la interpretación debe evitar asignar a la ley un sentido que evite poner en pugna sus disposiciones, destruyendo las unas por las otras y adoptando como verdadero el criterio que las concilie y suponga la integral armonización de sus preceptos (Fallos: 313:1149, entre muchos otros también).
Adicionalmente, debe atenderse que, en los casos de ingresos de abortantes a hospitales públicos, rige la obligación de denunciar los delitos perseguibles de oficio por los “funcionarios o empleados públicos que los conozcan en el ejercicio de sus funciones” (art. 177, inciso 1°, del Código Procesal Penal).
Tal precepto debe ser integrado con lo dispuesto por la Ley 17.132, relativa al ejercicio profesional de la medicina, por cuyo art. 11 “todo aquello que llegare a conocimiento de las personas cuya actividad se reglamenta en la presente ley, con motivo o en razón de su ejercicio, no podrá darse a conocer -salvo los casos que otras leyes así lo determinen o cuando se trate de evitar un mal mayor y sin perjuicio de lo previsto en el Código Penal-…”.
Congruentemente, el Código de Ética de la Confederación Médica de la República Argentina (art. 70), en cuanto a la obligación de denunciar delitos, establece que “El médico sin faltar a su deber, denunciará los delitos de que tenga conocimiento en el ejercicio de su profesión, de acuerdo con lo dispuesto por el C.P [Código Penal]. No puede ni debe denunciar los delitos de instancia privada contemplados en los arts. 71 y 72 del mismo código”.
Y aun más, desde la perspectiva de la deontología médica, muy claramente su art. 72 prevé que “Cuando el médico es citado ante el tribunal como testigo para declarar sobre hechos que ha conocido en el ejercicio de su profesión, el requerimiento judicial ya constituye ‘justa causa’ para la revelación y ésta no lleva involucrada por lo tanto una violación del secreto profesional. En estos casos el médico debe comportarse con mesura, limitándose a responder lo necesario, sin incurrir en excesos verbales”.
Bajo tal perspectiva y si se verifican los múltiples casos de aborto provocado en los que la prevención policial inicia las actuaciones por el llamado de la guardia de un centro de salud, se advertirá que los facultativos si bien ponen en conocimiento de la autoridad un delito de acción pública que además importa un “delito contra la vida”, se limitan usualmente a describir clínicamente el estado de la paciente y la existencia de maniobras abortivas.
Como dice Carrara, “los cirujanos tienen la obligación de denunciar las heridas o lesiones a cuyo examen hayan sido llamados, aunque el cliente mismo les recomiende el secreto, por haber sido resultado de un duelo, por ejemplo; el interés público de que la justicia conozca las acciones criminosas, ha hecho que esto se admita generalmente; pero en cuanto a las circunstancias de la imputación, creo que no hay ese deber; por esto, si el herido le cuenta al cirujano que Pedro lo hirió al sorprenderlo en el lecho conyugal o robando en su casa, el cirujano no tiene ninguna obligación de denunciar el delito confesado por su cliente” (Carrarra, Francesco, Programa de Derecho Criminal, Temis, Bogotá, 1977, tomo 4, pág. 458 -parágrafo 1646-).
Sobre el tópico, cabe traer nuevamente el pronunciamiento de la Corte Suprema dictado en “Zambrana Daza”, en lo que pudiere ser aplicable al caso aun en función de la legislación procesal anterior, pues allí se dijo que “la aseveración del tribunal anterior en grado referente a que la función desempeñada por la médica de un hospital público no la relevaba de la obligación de conservar el secreto profesional constituye, a juicio de esta Corte, un tratamiento irrazonable de la controversia de acuerdo con las disposiciones legales aplicables, puesto que al tratarse de delitos de acción pública debe instruirse sumario en todos los casos, no hallándose prevista excepción alguna al deber de denunciar del funcionario, dado que la excepción a la mencionada obligación –prevista en el art. 167- no es extensiva a la autoridad o empleados públicos. A ello corresponde agregar que el legislador ha tipificado como delito de acción pública la conducta del que omitiere denunciar el hecho estando obligado a hacerlo” (confr. art. 277, inc. 1ro., Cód. Penal).” (considerando 17).
Lo expuesto, sin perjuicio de la discusión que podría generarse en derredor a si, en el caso particular, se cometió el delito de encubrimiento por el profesional que no denuncia por ampararse en lo que él considera el deber de guardar secreto.
En este aspecto y con el juez Munilla Lacasa al pronunciarse en “Frías”, puede sostenerse que “la formación de sumario en delito de acción pública [aquí se trata de un “delito contra la vida”] no puede omitirse y entiendo que por esta vía, so capa de fijar doctrina, no corresponde, así y por anticipado, resolver lo contrario, ya que la ley represiva nos manda la persecución y represión de los delincuentes (art. 274).”.
Opinión semejante a la del juez Fernández Alonso, en el mismo fallo, para quien “la cuestión planteada es de naturaleza pura y exclusivamente procesal. De existir una excusa absolutoria a favor de la imputada de haberse causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, deberá ser resuelta en su oportunidad por el juez que entiende en la causa; pero no es ésta la ocasión para juzgar dicha conducta, ni es éste el tribunal para decidir ab initio si afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un dilema crucial. Ello no puede impedir la formación del sumario y el procesamiento de la abortante”.
Aun en otro ámbito pero con análoga consideración, autores como Gisbert Calabuig sostienen, en parigual sentido, que existe obligatoriedad de revelar el secreto con motivo de la denuncia de delitos: “Cualquiera que sea el criterio que personalmente se pueda tener acerca del secreto médico, todo facultativo viene obligado, como ciudadano, a denunciar los delitos que lleguen a su conocimiento (art. 259 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal [Española]. Si el conocimiento del delito es consecuencia del cargo, profesión u oficio, la obligación de denuncia viene reforzada en el artículo 262 de la misma Ley…Sin embargo, el artículo 263 de la mencionada Ley exceptúa de la obligación de denuncia a ciertas profesiones, en contraste con lo dispuesto para los médicos: ‘La obligación impuesta…en el artículo anterior no comprenderá a los abogados ni a los procuradores respecto de las instrucciones o explicaciones que recibieran de sus clientes. Tampoco comprenderá a los eclesiásticos y ministros de cultos disidentes respecto de las noticias que hubieren revelado en el ejercicio de las funciones de su ministerio”.
Concluye el citado autor en que “Todo ello quiere decir que el médico está obligado a poner en conocimiento del juez de instrucción, juez municipal, de distrito o de paz, o funcionario fiscal más próximo, por escrito –mediante parte u oficio- o incluso de palabra, toda clase de hechos que conozca con ocasión de su ejercicio profesional que puedan tener carácter delictivo: traumatismos, envenenamientos, sevicias y malos tratos a niños, minusválidos o mujeres, abortos, muertes repentinas, etc. Obligación de la que puede derivarse, en caso de incumplimiento, una sanción penal…” (Gisbert Calabuig, Juan Antonio, “El secreto médico”, en Manual de bioética general, Polaino-Lorente, Aquilino (director), Rialp, Madrid, 1997, pág. 303; de igual modo se había expresado en nuestro medio Bonnet, Emilio, Medicina Legal, López Libreros Editores, Buenos Aires, 1967, págs. 30 y 34, en torno a la obligación de denunciar como justa causa; en cuanto a las disquisiciones que cabe formular entre el médico por un lado y los abogados y confesores en el marco del sigilo y secreto confesional, por el otro, puede verse Carrara, Francesco, opus cit., tomo 4, pág. 460, parágrafo 1647).
Recuérdese además, en cuanto a la formación de las actas de prevención que dan origen al sumario, que según la manda del art. 183 del Código Procesal Penal, “la policía o las fuerzas de seguridad deberán investigar, por iniciativa propia, en virtud de denuncia o por orden de autoridad competente, los delitos de acción pública, impedir que los hechos cometidos sean llevados a consecuencias ulteriores, individualizar a los culpables y reunir las pruebas para dar base a la acusación”; que entre las atribuciones que establece el art. 184 ibidem, se encuentra la de recibir denuncias (inciso 1°); y que existen sanciones para aquellos funcionarios de policía que “omitan o retarden la ejecución de un acto propio de sus funciones o lo cumplan negligentemente”.
Así y desde esta perspectiva, la formación del sumario es inexorable, sin perjuicio de las particularidades que en cada caso pudieren surgir y que habrán de ser atendidas en el curso del proceso.
Particularidades como las que reporta el caso fallado por la Cámara Federal de La Plata, donde se verificó una confesión posterior de un procesado que había concurrido a la guardia médica de un hospital y en cuyo organismo se hallaron paquetes de cocaína, al entenderse que tal confesión ulterior legitimaba en todo caso la conducta observada por el médico que lo atendió, pues se tornaba abstracta la cuestión de haber desaparecido el pretendido secreto profesional por un acto voluntario de quien resultaba su beneficiario (Sala II, causa “Martínez”, del 11-12-1990, en J.P.B.A. 75-66).
Más allá de las digresiones que podrían formularse en torno al expediente de la legitimación de una conducta previa por la confesión posterior, lo cierto es que la hipótesis fáctica aludida en ese caso demuestra la imposibilidad de extraer conclusiones dogmáticas, como las del plenario “Frías’, de suyo impedientes de la instrucción sumarial, a partir de la sola concurrencia de una abortante a la guardia médica.
Como se ha sostenido oportunamente, a todo evento, “la validez de un proceso así iniciado no podría enervarse sobre la base de consideraciones acerca de si el cumplimiento de una obligación legal establecida para los profesionales del arte de curar debió o no ser exceptuada…o si el referido anoticiamiento a la autoridad preventora constituye o no un hecho ilícito (art. 156 CP), extremos que no han sido debatidos en autos y que sólo podrán ser dilucidados en un procedimiento que asegure debidamente el derecho de defensa…” (Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires, “Iñiguez”, del 7-7-1992, antes citado).
Y aun en la hipótesis –que se descarta- según la cual podría haber violación de secretos, menos puede tener gravitación en el aspecto abordado en este parágrafo, el antecedente fallado por la Corte Suprema en “Montenegro” (Fallos: 303:1938), siempre que allí la cuestión relativa a la aplicación de torturas había tenido confirmación. La Corte dijo: “si la cuestión de hecho relativa a la existencia de coacción fue resuelta afirmativamente por los jueces de Cámara, que coinciden en que la aplicación de tortura fue decisiva para la solución de la causa, corresponde revocar la sentencia condenatoria a la que se arribó como consecuencia de hechos que se consideran probados a través de una investigación basada en la confesión extrajudicial obtenida del reo mediante los apremios ilegales a que fuera sometido”.
En otras palabras, los apremios ilegales, como vehículo que llevó a la confesión, no sólo habían tenido lugar en el marco de un proceso ya iniciado (recuérdese lo dicho en cuanto a que no hay autoacusación forzada en los términos del art. 18 de la Carta Magna en el caso de la abortante), sino que esa conducta ilícita había sido probada. Pensar de otro modo equivaldría a dar por acreditada anticipadamente la violación de secretos del médico y al mismo tiempo impedir la investigación de un grave atentado “contra la vida “ (art. 177 del ritual).
Siquiera entonces puede verse en el caso la doctrina conocida como de los “frutos del árbol venenoso”, por cuya aplicación se inclinan algunos autores en las situaciones que ofrecen casos como los del sub lite (en tal sentido, D’Albora, Francisco, Código Procesal Penal de la Nación. Anotado. Comentado. Concordado, séptima edición, Lexis Nexis, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2005, tomo 1, págs. 349/351).
En verdad, y si se quiere mantener la coherencia en el razonamiento aludido, la conclusión de que el anoticiamiento del médico constituye el vehículo de un acto ilícito que debe impedir la formación del sumario, no se logra comprender suficientemente cómo tal ilicitud (revelación) en la línea del pensamiento afincado en “Frías”, no contamina las actuaciones prevencionales en relación a coautores, cómplices e instigadores (así, por abarcar el impedimento de formación sumarial para todos los intervinientes, de esta Cámara, Sala I, causa n° 21.925, “Katz”, del 8-3-2004).
En buen romance, o se persigue a todos (abortante y demás intervinientes), o no se persigue a nadie.
Ello, sin perjuicio de acotar finalmente que no es posible que a través de las jurisdicciones locales y por intermedio de la regulación de la materia procesal, se llegue en los hechos a neutralizar la incriminación del aborto de la madre (art. 75, inciso 12, de la Constitución Nacional).
Concluyendo en este aspecto: si no hay compromiso de la garantía que proscribe la autoincriminación, las disposiciones constitucionales protectoras del derecho a la vida desde la misma concepción, como normas de primer nivel y de igual rango que aquella garantía –aun cuando el bien de la vida es superior-, constituirán el marco de referencia al cual se ajustarán las disposiciones penales y procesales atingentes, pues tampoco está en discusión que, desde la perspectiva del derecho a la salud, la atención médica deba efectivamente dispensarse.

El supuesto dilema “cárcel o muerte”:
La argumentación por la que se impide la formación del sumario ha echado mano adicionalmente a extremos que podrían exceder el marco constitucional, sustantivo y procesal de la problemática. En este parágrafo se habrá de dar respuesta a tales afirmaciones.
Efectivamente, en el plenario “Frías” se sostuvo que el enfermo que busca los auxilios de un médico, piensa que lo hace con la seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto lo ampara (voto del juez Amallo).
Como que resulta un argumento efectista y pretendidamente conmovedor el aludir al “cruel dilema” que importa la “cárcel o muerte” para la mujer abortante que tiene necesidad de ser atendida (así el voto del juez Lejarza).
En verdad, debe comenzar por recordarse que el delito es per se excarcelable y que puede ser merecedor en todo caso de una condena de ejecución condicional (juego de los arts. 26 y 88 del Código Penal; y arts. 316 y 317, inciso 1°, del Código Procesal Penal), de modo que se advierte una sobreestimación de los efectos que pudieren producirse con el anoticiamiento o denuncia del médico.
Inclusive, pregonar que se está ante tal dilema “cárcel o muerte” importa una generalización tal que bien puede configurar una afirmación dogmática que, por consecuencia, no es dable predicar en todos los supuestos de la realidad.
En tal sentido, el referenciado caso fallado por la Cámara Nacional de Casación Penal (“Baldivieso”) es paradigmático en la dirección apuntada, porque al ser indagado, no sólo el propio imputado reconoció que acudió al hospital por “la molestia que le generó la ingesta”, sino que el “arrepentimiento que lo perseguía…[lo hizo] acudir al hospital y relatar lo acontecido a un médico…reiterando ante el tribunal que se encontraba arrepentido y que en todo momento supo que se trataba de cocaína y que su conducta constituía delito”.
Como se advierte, la instrucción sumarial no puede impedirse a mérito del expediente de la -dogmática- configuración de un “dilema” que siquiera puede estar liminarmente verificado.
Cabe interrogarse así cómo se podría justificar la abrogación de la actividad investigativa frente a la concurrencia por meras “molestias” y aun más, por el arrepentimiento confesado al tiempo de una declaración indagatoria que, de otro modo, no hubiera tenido lugar.
Véase que aun cuando Alejandro Carrió ha puesto en duda si es dable estructurar un procedimiento penal que “ponga en cabeza de quien ha delinquido la opción de decidir entre su propia salud y su libertad personal” -opción que a nuestro modo de ver percibe excluyentemente el problema desde la perspectiva de la abortante-concluye el autor con la mayoría en el caso “Zambrana Daza” en que “Es verdad que, según lo explica la mayoría del Alto Tribunal, la situación en que se halló la imputada debe buscarse en su decisión previa de cometer un delito” (Garantías constitucionales en el proceso penal, Hammurabi, Buenos Aires, cuarta edición, 2000, pág. 396).
De modo que existen serias hesitaciones en torno a si la paciente que concurre a la asistencia médica, en su caso consciente de haber dado muerte a su hijo en gestación o por haber consentido en que otro lo haga, pueda tener la expectativa de que el médico que la atendió deje de comunicar a las autoridades respectivas tales circunstancias. En todo caso, el “dilema” debe existir ex ante para la paciente y no puede ser trasladado al Estado y en particular al facultativo que la atiende, en la medida en que ha habido un perjuicio para un tercero (art. 19 de la Carta Magna), a la sazón, su propio hijo en gestación.
Y si alguna comparación cabe formular, piénsese el caso del autor de un hecho delictivo (robo u homicidio en el que el sujeto activo resulta lesionado; traficante de estupefacientes en las condiciones aludidas etc.) que concurre a una guardia médica para su atención, sea que le confíe al galeno lo que sucedió, que el médico se percate de la situación delictiva de la que pudo haber participado o que su propio estado de inconsciencia no impida al profesional aleccionarse de tal extremo. No se aprecia que, en verdad, aquella expectativa pueda tener asidero.
El aborto es un hecho reputado por la ley como delito, tanto como el robo y el homicidio, cuyo conocimiento por un médico genera la obligación de denunciarlo y aun cuando pueda pensarse que el secreto profesional lo ampara, claro que hay justa causa de revelación, como antes se dijo.
Francamente, no se aprecia un solo argumento de entidad que permita diferenciar la situación de la abortante de aquel sujeto que ha cometido un robo o un homicidio y resultara seriamente lesionado.
Aún más, imagínese el caso de la mujer, ya no abortante, sino que ha matado a su hijo que hubo de nacer y que yace en su domicilio, progenitora que, por alguna circunstancia ocurrida durante tal hecho, le resulta necesario recurrir a los auxilios de un profesional de la salud que escucha lo que pasó y la atiende. Con honestidad intelectual, cabe preguntarse si es dable archivar sin mayores miramientos las actas de prevención que se inician como en los casos de la abortante y dar por terminado el asunto; porque no a otra cosa conduce una solución como la del plenario “Frías”, si se la aplicara a la situación fáctica hipotizada.
Como también cabe interrogarse si no sería ese un modo de eludir el sistema penal por la autora de semejante hecho, ello es, que a través del archivo del sumario pretendiera garantizarse la impunidad.
De otro modo, cualquier autor de un delito que hubiere padecido cierta lesión podría manipular el sistema y preordenadamente especular con su impunidad al autoincriminarse en un hospital. Sólo los incautos, así, quedarían involucrados en un proceso penal.
Enfáticamente dice el juez Prats Cardona en el plenario “Frías”, que no puede invocarse “el remanido argumento de que la amenaza de ser denunciada, coloca a la abortante ante el dilema de arriesgar su vida o perder su libertad. Todas las cosas tienen un precio que hay que pagar cuando el motivo determinante que las causa no ha sido extraño a la propia conducta”, extremo que en términos sistemáticos el ordenamiento jurídico capta en las disposiciones de los arts. 902, 903 y 904 del Código Civil.
E igualmente, con referencia al argumento de la “desigualdad”, sostenido por los seguidores de la doctrina fijada en “Frías”, basado en que sólo se castigarían a aquellas mujeres que carecen de recursos para acceder a la medicina privada, debe reeditarse aquí lo dicho por el juez Vigo en el caso “Insaurralde”, por su claridad: “si bien es un lugar común en el pensamiento de los criminólogos modernos la idea de la discriminación social que genera el fenómeno de la ‘cifra negra’ en ciertos delitos, por los que sólo serían penados ciertos sectores de la población, tal circunstancia –que, en todo caso, pondría en evidencia ciertos defectos inherentes al sistema penal- no es razón ni excusa suficiente para sustentar una tesis con efectos desincriminantes” sino que impone, como sostiene el juez Iribarne en el citado fallo, “el agotamiento de toda instancia que asegure la correcta y general aplicación de la ley”.
Por lo demás, se advierte cierta incongruencia en el pensamiento contrario, siempre que la alegada discriminación social respecto de la mujer con escasos recursos –que concurre al hospital público- conduciría inexorablemente a la desincriminación también en los casos de concurrencias a instituciones o consultorios privados.
Como sostuvo la Corte Federal en el caso “Zambrana Daza”, desde la perspectiva que aquí interesa, “en atención a los valores en juego en el proceso penal resulta inadmisible plantear la cuestión de la prohibición de la autoincriminación desde la opción del a quo –prisión o muerte- puesto que el legítimo derecho de la imputada de obtener asistencia médica en un nosocomio debe relacionarse con los requerimientos fundamentales del debido proceso en la administración imparcial de la justicia penal. Así, la idea de justicia impone que el derecho de la sociedad a defenderse contra el delito sea conjugado con el del individuo sometido a proceso en forma que ninguno de ellos sea sacrificado en aras del otro” (considerando 9).
Por manera que “la posición contraria llevaría al absurdo de sostener que los funcionarios públicos se hallarían impedidos de investigar las pistas que pudieran surgir del secuestro de efectos obtenidos a raíz de la concurrencia a un hospital público por parte del individuo que ha delinquido” (considerando 11).
De igual modo y por intermedio del voto del juez Boggiano (considerando 7), se dijo que “no cabe equiparar en forma mecánica, como lo hace el fallo impugnado, los supuestos de autoincriminación forzada con la situación de quien delinque y concurre a un hospital exponiéndose a un proceso. Este último realiza un acto voluntario con el propósito de remediar las consecuencias no queridas de un hecho ilícito deliberado. No es posible, en tal hipótesis, afirmar que existe estado de necesidad, pues el mal que se quiere evitar no ha sido ajeno al sujeto sino que, por el contrario, es el resultado de su propia conducta intencional (arg. Art. 34, inc. 3, Cód. Penal)”.
Es que, como dijo el juez Millán en el fallo plenario tanto veces aludido, “la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún ‘dilema’ cuando incrimina el aborto. La coloca siempre…en la alternativa de conservar o perder la vida naciente que lleva en su seno. Es en este instante en el que debe ubicarse el problema y no en el subsiguiente a la ilícita maniobra abortiva”.
Y en todo caso si de “dilema” se habla (“cárcel o muerte”), la casi garantizada soltura de la mujer abortante –a cuenta de la pena prevista para el delito atribuido- no parece tener suficiente correlación con la pérdida de la vida de su propio hijo en gestación.
Ello así, como falaz es el argumento ya desarrollado en “Frías”, según el cual si la mujer sabe que será sometida a proceso penal en tal situación de necesidad no habrá de concurrir a una guardia médica y consecuentemente su vida correrá peligro, sin advertirse que, en verdad, si la mujer mata a su hijo o deja que otro lo haga ya sabe que el proceso penal cuanto menos es posible.
Menos aun se puede definir anticipadamente si la mujer afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un “dilema crucial”, extremo que en todo caso quedará develado, como se dijo, luego de la iniciación de la instrucción sumarial.
Dicho de modo más claro: lo que no se puede es abortar –vaya la paradoja- la formación de la causa. Nótese que siquiera en una situación que pudo ser acuciante para la salud de la mujer, la Corte Suprema en “Zambrana Daza” invalidó la formación sumarial.
En todo caso, cabe interrogarse si es dable exigir al médico un plus adicional en su actuación, ello es, cierta capacidad o sagacidad de evaluar si la revelación va orientada no ya a la necesidad de salvar su vida por la abortante, sino a evitar la persecución penal, concurriendo adrede al hospital ante la mera posibilidad de ser denunciada por otra vía.
Expresado de manera más gráfica: “Si se dice ‘la muerte del chico ya sucedió, ahora nos queda la vida de la madre’, para decir: ‘si castigamos a la madre en lo futuro las madres que aborten no irán a curarse por miedo a la cárcel’, se incurre en la incoherencia de admitir…un efecto preventivo o ejemplar para el futuro a la conducta del juez, cuando declara la impunidad del aborto, (que estará indicando a la mujer ‘andate a curar, que no habrá ningún problema’), pero en el mismo instante no adjudicarle ejemplaridad para el futuro a la conducta del juez si es que manda el castigo, y que indicaría a la mujer que no lo mate porque irá presa (‘Cuidado, si matás a tu hijo podés ir a la cárcel…’ –aunque en realidad este delito es excarcelable-. Por qué admitir, a la vez, perspectiva de futuro y ejemplaridad para el acto que decreta la impunidad de un delito pero no admitirla para la punición del mismo delito?...” (Hernández, Héctor H., Superación de ‘Natividad Frías’: Luces y sombras de un discutido fallo (Aborto, secreto, proceso: causa “Insaurralde”, CS de Santa Fe), en El Derecho 186-1321).

Las consecuencias de los fallos:
Sólo a mayor abundamiento, porque la cuestión aparece definida con los desarrollos que preceden, debe destacarse que una postura disímil a la aquí sostenida aseguraría no sólo la impunidad del delito de aborto en la gran mayoría de las situaciones que exhibe la praxis, sino la garantía que brindaría el propio Estado –no sólo las instituciones privadas- a través de su sistema de salud, de que cualquier abortante bien puede recibir el auxilio médico respectivo sin consecuencia alguna.
Justamente sobre el tópico, se ha señalado que “en la República Argentina el aborto es considerado un delito…Sin embargo, a partir del plenario ‘Natividad Frías’…la penalización de los abortos ilícitos se ha visto atenuada por la interpretación surgida de ese fallo” (Miller, Jonathan; Gelli, María Angélica y Cayuso, Susana, Constitución y derechos humanos, Astrea, Buenos Aires, 1991, tomo I, pág. 878).
La apreciación de tales autores tiene innegable asidero.
Si hay algo que la concurrente a un hospital –como debe ser- tiene absolutamente garantizado en todos los casos (al igual que en los restantes ejemplos referenciados), es la asistencia médica. Pero ese habrá de ser el propio fin que llevara al requerimiento de atención por un profesional. Jamás la finalidad primordial será aquella que asegure al paciente el secreto revelado o verificado por sí por el médico, pues en tal caso ese propósito no conllevaría sino la pretensión de asegurar su propia impunidad.
Es que el derecho no puede garantizar sin consecuencias un esquema más o menos estructurado de este modo: una mujer se practica o hace practicar un aborto; sólo para el caso de que sobreviniere una complicación -por una infección u otra dolencia-, concurre a ver a un médico, pero igualmente tiene la seguridad de que no será denunciada. O peor aún, este otro: sabe que puede ser perseguida porque abortó; entonces se anticipa a cualquier riesgo de persecución penal, concurre a un médico y ante cualquier alternativa invoca la garantía que proscribe la autoincriminación forzada y la violación del secreto del profesional.
Así, análogamente a lo sostenido por Miller, Gelli y Cayuso, la experiencia común permite verificar que frente a la proliferación de situaciones como las que originaron el plenario “Frías”, por tal vía han quedado prácticamente neutralizadas las investigaciones en orden al delito de aborto. Como dijo el juez Millán en el plenario “Frías”, “es sobradamente conocido que un obstáculo legal contra la represión de un delito, es tan eficiente para impedir su castigo como una verdadera desincriminación”.
Por el contrario, el ilustrado voto del juez Iribarne en el caso resuelto por el Superior Tribunal de la Provincia del Neuquén, que trae datos estadísticos extraídos de la propia ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, resulta elocuente en orden a demostrar que los efectos que trataba de evitar la postura fijada en “Frías’ en modo alguno se vieron concretados –disminución de muertes por aborto en la Capital Federal- sino que en los diez años subsiguientes aumentó sensiblemente la mortalidad por aborto: “la doctrina, en cambio, sí tuvo por efecto la virtual desincriminación del delito en cuestión, pues a partir de entonces disminuyó sensiblemente la tramitación de causas derivadas de ese ilícito en jurisdicción de la Capital Federal”, sostuvo en ese pronunciamiento el citado juez.
Al respecto, cabe destacar que la Academia Nacional de Medicina de nuestro país, en su sesión del 28 de julio de 1994, aprobó una declaración titulada “Aborto provocado” según la cual, entre otros conceptos, destacó el derecho a la vida como el primero de los derechos personalísimos y ponderó que si bien la mayor morbimortalidad materna se relaciona con el aborto clandestino, “el daño también es inherente al procedimiento mismo por la interrupción intempestiva y artificial del embarazo (www.acamedbai.org.ar/pagina/academia/declarac.htm.). A su vez, en el trabajo aludido anteriormente (ver parágrafo 5), el profesor Silva Sánchez reporta una investigación sobre la evolución del aborto en España -1985/2005- según la cual, como hecho doloso, es la principal causa concreta de mortalidad en ese país.
En la misma dirección, cabe traer aquí el meduloso voto del juez Vigo en “Insaurralde”, en tanto dijo que “ si consideramos que ‘una de las pautas más seguras para verificar la razonabilidad de una interpretación legal es considerar las consecuencias que se derivan de ella’ (Fallos, 234:482; 302:1284; 303:917; 307:1018; 312:157; 314:1764…), no podremos dejar de tener en cuenta que la conclusión de la Alzada lleva al absurdo resultado de que le basta al individuo que ha delinquido con concurrir a un hospital público, para impedir automáticamente al Estado proceder a la investigación y eventual castigo por hechos previstos en la ley penal como delitos de acción pública, todo lo cual se traduce en un menoscabo del bien jurídico amparado por el tipo penal de que se trate, y que, en el sub examine, es el de más relevante jerarquía: la propia vida humana”.
Es que, a mayor indefensión de la persona –los por nacer, los menores, los incapaces, los privados de conciencia-, debe resultar mayor el interés del Estado en establecer reglas que los protejan y en la medida en que los medios articulados sirvan a la protección, con la menor restricción posible para el otro derecho involucrado (Gelli, María Angélica, El derecho a la vida en el constitucionalismo argentino: problemas y cuestiones”, La Ley 1996-A-1455/1467).
Justamente, en torno a las consecuencias de las sentencias de los jueces, esta Sala ha tenido oportunidad de pronunciarse in re “Lanata, Jorge” (causa n° 26.135, del 5-5-2005). Allí se sostuvo, con remisión a los criterios sustentados por el más Alto Tribunal de la Nación, que “los jueces, al tiempo de dictar sus sentencias, deben ponderar las consecuencias posibles de sus decisiones y mientras la ley lo consienta han de prescindir de aquéllas que verosímilmente sean notoriamente disvaliosas. Así, el atender a las consecuencias que normalmente derivan de sus fallos constituye uno de los índices más seguros para verificar la razonabilidad de su interpretación y su congruencia con el todo del ordenamiento jurídico (Fallos: 313:532; 315:158; 315:992; 326:417). Como también ha sostenido la Corte Suprema que en materia jurídica, ha de haber siempre una salida que lleve al resguardo del bien común y es así como los jueces tienen el deber de ponderar las consecuencias sociales de su decisión (Fallos: 313:1232)…De ahí que no exista una recta administración de justicia cuando los jueces aplican la ley mecánicamente y con abstracción o indiferencia por las consecuencias que esa aplicación tiene para las partes y, de un modo distinto pero trascendente, para el cuerpo social todo (Fallos: 322:1537)…en definitiva, la evaluación de las consecuencias relevantes está en relación con criterios de justicia, sentido común, conveniencia y orden público…”.
Al propio tiempo, el derecho internacional de los derechos humanos no podría ofrecer sino una interpretación afín a este desarrollo.
Es que, como ya sostuvo este Tribunal en la causa n° 28.535, in re “Masola, Mirta”, del 24-5-2006, debe recordarse que el art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, prescribe que “Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el art. 1 no estuviesen ya garantizados por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades”.
En tal sentido, en la Opinión Consultiva 2/82, la Corte Interamericana de Derechos Humanos fijó doctrina en cuanto a que el objeto y fin de los tratados sobre derechos humanos “son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos, independientemente de su nacionalidad, tanto frente a su propio Estado como frente a otros Estados contratantes. Al aprobar estos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción”.
Ejemplo de este tipo de obligaciones es precisamente el art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de suerte tal que “si bien los Estados pueden decidir la forma en que se aplicará este derecho, los tratados ya regulan en su texto algunos de los mecanismos para su aplicación que deberán ser respetados. En este sentido, se ha sostenido recientemente en la doctrina y jurisprudencia internacional que las obligaciones de los Estados parte son: obligación de respeto, obligación de adoptar las medidas necesarias, y la obligación de garantía…de las que se derivan una serie de deberes en el ámbito interno de los Estados parte. Entre estos deberes…el de asegurar la tutela efectiva de los derechos internacionalmente protegidos, por entender que constituyen el reaseguro último para la vigencia de los derechos. ‘Al derecho internacional le es indiferente que esa obligación se cumpla por vía administrativa, judicial, o del Poder Legislativo…’…” (Abregú, Martín, “La aplicación del Derechos Internacional de los Derechos Humanos por los tribunales locales: introducción”, en La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, Editores del Puerto, Buenos Aires, 1997, págs. 8/10).
Por manera que, en ese mismo sentido, la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos tuvo ocasión de puntualizar que “el deber general establecido en el artículo 2 de la Convención Americana implica la adopción de medidas de dos vertientes, a saber: por una parte, la supresión de normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas en la Convención. Por la otra, la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías (parágrafo 71)…” (caso “Cantoral Benavides”, sentencia del 3-12-2001).
En sintonía con ello es que nuestro más Alto Tribunal, en el caso “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492), trajo a colación la Opinión Consultiva 7/86 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la que se dijo que los Estados deben garantizar el ejercicio de los derechos reconocidos, “sea por intermedio de legislación o cualesquiera otras medidas que fueren necesarias según el ordenamiento jurídico interno para cumplir con ese fin”, para concluir en que en ese marco se integran las sentencias de los órganos jurisdiccionales, “pues tanto la tarea judicial como legislativa persiguen el fin común de las soluciones valiosas” (conf. Fallos: 302:1284, entre otros) y por ello que “esta Corte [por la nuestra] considera que entre las medidas necesarias en el orden jurídico interno para cumplir el fin del Pacto deben considerarse comprendidas las sentencias judiciales. En este sentido, puede el tribunal determinar las características con que ese derecho, ya concedido por el tratado, se ejercitará en el caso concreto” (considerando 22).
Así, tal posición de la Corte Federal ha sido interpretada en el marco de lo dispuesto por el art. 2 de la Convención referida, como confiriendo operatividad al derecho tutelado internacionalmente (Abregú, Martín, opus cit., pág. 12).
En consonancia con ello, la Corte Suprema de Justicia de la Nación también ponderó la Opinión Consultiva 11/90 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la que se consideró que es “deber de los Estados parte de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas la estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos”, porque, agregó nuestro más Alto Tribunal, la Nación “se obliga internacionalmente a que sus órganos administrativos, jurisdiccionales y legislativos lo apliquen a los supuestos que ese tratado contemple, a fin de no comprometer su responsabilidad internacional” (Fallos: 325:292, con cita de Fallos: 319:2411, 3148 y 323:4130).
A modo de síntesis, cabe recordar que el aborto es un delito de acción pública –particularmente un atentado “contra la vida”- y que el sumario debe resultar instruido, en las condiciones aludidas por las que la noticia llegó a conocimiento de la autoridad policial y que en verdad se ajustan a lo que la experiencia común demuestra.
De otro modo, las pautas de la opinión mayoritaria fijada en el plenario “Frías” no hacen más que otorgar un carácter absoluto al secreto médico, anclar el problema en una garantía –prohibición de la autoincriminación- inaplicable en la situación de la mujer y, consecuentemente, dejar en la práctica en absoluta indefensión a quien carece de otra forma de tutela, a contrario de lo que la propia Constitución Nacional y los instrumentos de derechos humanos proclaman.
A mérito de lo expuesto, debe instruirse el sumario para la averiguación del hecho (art. 193 del Código Procesal Penal), incluido en el caso lo relativo a su lugar de comisión.
Por ello, y de conformidad con lo sostenido por ambos representantes del Ministerio Público Fiscal, el Tribunal RESUELVE:
REVOCAR la resolución dictada a fs. 31/32.
Notifíquese al señor fiscal general y devuélvase, sirviendo lo proveído de respetuosa nota de remisión.-

Juan Esteban Cicciaro, Abel Bonorino Peró
Ante mí: Virginia Laura Decarli