sábado, 14 de febrero de 2009

Aborto Una teoría inaceptable para la Fe

QUIEREN RESPALDAR EL ABORTO CON UNA TEORÍA INACEPTABLE DE LA FE

Alocución de monseñor Domingo Salvador Castagna, arzobispo de Corrientes
Décimo séptimo domingo durante el año (24 de julio de 2005)

Mateo 13, 44-46.

1. El Reino de Dios: la nueva sociedad. El “Reino de Dios” es la nueva sociedad que nos corresponde edificar cuidadosamente. El Evangelio recompone al hombre y le otorga capacidad para recomponer su mundo. El “Reino” no intenta imponer un proyecto político sino restablecer relaciones con Dios y entre los hombres. A partir de ese restablecimiento se puede pensar un futuro distinto, producto de un cambio profundo y auténticamente reconstructor de la sociedad. No es bueno para la Iglesia –testigo del Evangelio– entreverarse en la conocida lucha por hacer prevalecer un estilo u otro del poder político. Su misión es presentar los valores evangélicos e interpretarlos legítimamente ante el pensamiento filosófico y las estructuras de la sociedad actual. No siempre hay coincidencias. El pecado sigue inspirando proyectos opuestos a los valores cristianos. Es tan poderosa esa inspiración que se filtra, entre los mismos cristianos, como neolectura del Evangelio. Así encontramos contradicciones, defendidas por quienes intentan cohonestar su comportamiento no cristiano con la fe cristiana que dicen profesar. Recordemos el gran tema del respeto a la vida. Una argumentación, más sentimental que racional, respalda teorías inaceptables desde el contenido esencial de la fe como: el aborto, la ligadura de trompas y la vasectomía. Existen otras contradicciones como la persecución ideológica, la discriminación por razón de sexo, raza y religión, la calumnia como metodología de eliminación de los adversarios. Cristo es exigente. El precepto del amor debe ser respetado también con los enemigos y perseguidores.

2. El que pueda entender… La edificación de ese Reino, en toda auténtica construcción humana, demanda hombres y mujeres capaces de darlo todo. El valor del Reino es tan absoluto que descubierto merece todos los bienes subordinados, como el dinero, para adquirirlo: “se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo”.(1) Guardamos en la memoria histórica ejemplos admirables. La Iglesia los muestra en sus santos y santas. Desafortunadamente el valor del Reino no entra en la conciencia de una sociedad enferma de inconsistencia. La mediocridad, la soberbia de la vida, la concupiscencia de la carne, la cobardía y la violencia, han invadido la atmósfera de nuestro mundo. La responsabilidad de dicha invasión tiene muchos e indescifrables actores. No me pidan nombres. El llamado profético no es una denuncia judicial sino la posibilidad –para todos– de advertir la propia culpabilidad y subsanarla oportunamente. “El que pueda entender que entienda” afirmaba Jesús. Parece una expresión de indiferencia ante quienes no pueden entender. No es así. Se refiere a quienes por cerrazón egoísta no quieren entender. ¡Qué bien se conjuga esta expresión con el gozo experimentado por el mismo Maestro ante la asombrosa capacidad de los “pequeños”! Descubrir el valor absoluto del Reino es urgente hoy. Para ello, será preciso desinteresarse de lo relativo, que se ha sabido instalar como un absoluto idolátrico. Ya no vale el discurso. Dios lo ha puesto en su lugar enviándonos a su Verbo. Escucharlo es dejar que haga su obra, más allá de sus formulaciones doctrinales. Dios hace. Su revelación es acción: creadora y redentora. Dios perdona los pecados, cuando las disposiciones personales acreditan el arrepentimiento, y deposita en los corazones el germen de la reconciliación.

3. La vida es un “hacer” la voluntad de Dios. Imitando a Dios debemos ponernos a la obra de la construcción del Reino. No es suficiente hablar tanto sobre lo que se debe hacer. La obra –¡manos a la obra!– debe iniciarse, o continuar, sin dilación. Los Apóstoles pensaban a la Iglesia como un enjambre de abejas. Allí nadie debe permanecer inactivo. El amor es creativo y “servicial”. Dios cumple la obra de misericordia que, en su Hijo, vino a realizar entre los hombres. La vida cristiana, y de todos, es un “hacer”. La identificación con el Padre, por parte de Jesús, es consecuencia de un “hacer” la voluntad del mismo Padre. El Reino no es la posesión de una cuantiosa herencia sino una obra a realizar. El Arquitecto genial ha diseñado la estructura; se necesita ahora el trabajo de muchos obreros, “enviados por el Padre”, que pongan manos a la obra conforme a ese diseño. La inactividad es consecuencia de la existencia activa del pecado. No habrá edificación que llegue a su cúspide mientras el engaño del pecado despiste a los constructores. El Reino es un diseño que exige la común participación, el esfuerzo mancomunado y el empeño en un compromiso responsablemente sostenido hasta el fin.

4. El interés por el bien de todos. ¿No hemos perdido el interés por lo que realmente vale? Me refiero al bien común o al verdadero bienestar de una comunidad que incluye vocaciones diversas y un destino común que trasciende las pequeñas fronteras que los hombres se fabrican. Hemos perdido de vista lo que, durante muchos siglos, constituyó la meta, el logro de una lucha sin cuartel. Así nos fueron las cosas. Tanta guerra, tanta destrucción, tanto impedir que cada uno haga lo que debe, tanto poner “palos en las ruedas” para que quienes debían conseguir el éxito fracasaran en el intento. Construir juntos el Reino es el desafío a la generosidad y creatividad del hombre. La sociedad se recupera a sí misma cuando los ciudadanos deciden pensar juntos y ejecutar juntos lo pensado. No existe otra dirección. No corresponde a la imposición unilateral de algunos sino a la propuesta de un proyecto demasiado serio para dejarlo al arbitrio del más temerario. Si hemos elegido la democracia, como sistema político, debemos respetar su filosofía de base y no sacarla de quicio. A la Iglesia le toca insistir en la presentación de Jesucristo, modelo de un hombre nuevo: libre, responsable, solidario, respetuoso del orden establecido, defensor de los derechos de todos y piadoso. El Reino llega a su perfección cuando la única ley que lo ordena –la caridad– es absolutamente respetada. El buen ciudadano del mismo, ejemplo de todo ciudadano, es solícito observante de esa ley.

5. La paciencia de Dios. Una mirada a la sociedad que integramos nos ofrece el panorama tortuoso de sus contradicciones. El amor –Ley suprema– es traicionado o distorsionado. El odio, la envidia, el desprecio de la vida de los indefensos, la desatención inexplicable de los grandes temas que afectan el desarrollo, la seguridad, la salud y la educación, aparecen como la humedad en las paredes de adobe. ¿Cómo lograr la supresión de dichos males sin arrancar el trigo con la cizaña? La espera de Dios es ejemplar. Tenemos toda la historia a nuestra disposición con tal que la recorramos respondiendo al proyecto de Dios. Para ello será preciso poner nuestra mejor voluntad y estar dispuestos a la obra, sin interrupciones ni abandonos irresponsables. Jesucristo vino a poner al hombre en el camino adecuado. Él lo recorre ahora en quienes intentan andar en su seguimiento. El deber de edificar la unidad y de formular la Verdad compromete a todos, sin excepción.

Notas
(1) Mateo 13, 44.

Mons. Domingo Salvador Castagna, arzobispo de Corrientes




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